Cuando alguien dice que “el cielo es el límite”, al referirse a las metas o deseos de alcanzar algo en la vida, está en lo cierto. Esto, claro está en metas realizables, pues no hay que olvidar que a muchos, sus sueños e ilusiones les hacen perder el sentido de la realidad.
Nada o pocas cosas en la vida resultan fáciles de conseguir, aún estemos capacitados, aún sepamos que nos hemos preparado para eso, que es nuestro tiempo, que es nuestro momento, por alguna razón, las cosas no se dan como entendíamos que debían darse y permitimos que esa situación nos derrumbe.
Los cristianos suelen decir que “el tiempo de Dios es perfecto” y por lo tanto las cosas suceden como y cuando él lo decide. Otros le atribuyen al destino la hora, el día y el lugar en el que va colocando a cada cual, pero siempre, el ser humano buscará una “autoridad superior” de la cual espera que en algún momento le tome en cuenta para concederle esas peticiones que cada noche formula en sus oraciones antes de irse a la cama.
Cuando se piensa así, uno se desespera menos. Suele aguardar con esperanza y hasta con fe.
Pero, para aquellos que se creen dueños del tiempo y que no aceptan que las cosas no se realizan por el simple hecho de desearlas, la vida se torna un poco más complicada. Si lo que quieren no lo consiguen “ahora”, sienten que ya no vale la pena seguir intentándolo.
Asumirán ese revés como una derrota. Abandonarán ese sueño y pasará mucho tiempo para que vuelvan a intentar alcanzar otra meta que de seguro abandonarán ante el más mínimo tropiezo.
Es difícil de admitirlo, pero las peores derrotas que sufrimos nos las causamos nosotros. A veces, nuestro más fuerte adversario somos nosotros mismos. Nuestro peor y más peligroso enemigo, pues es quien mejor nos conoce, sabe cómo y con qué lastimarnos.
Si uno mismo sabotea su propia felicidad, no necesita de terceros para hacernos sufrir.
Lo mismo ocurre cuando dejamos de creer en nuestros sueños y metas, cuando perdemos la fe en lo que creemos, porque nadie, por más que nos ame, podrá devolvernos las fuerzas para seguir intentándolo, no podrá convencernos de que vale la pena seguir adelante, si primero no nos convencemos nosotros mismos.