Ningún partido que se proclame democrático y moderno debiera seguir usando el calificativo de base, como descripción de una categoría orgánica al interior de su estructura.

Ser base en un partido, conforme ha devenido la partidocracia dominicana, ha pasado a ser (y tal vez siempre lo ha sido) un calificativo peyorativo, de subline desprecio, usado generalmente para endulzar discursos destinados a adormecer las mayorías que integran un partido o para anestesiar obediencias a una cúpula omnipotente, en nombre de la democracia.

Base, no es una categoría política. Base es, en este caso, un término que transmite estatus social de inferioridad, de sumisión, de dependencia. “Las bases son para pisarlas”, dice, en ton de sorna y verdad, un sabio adagio popular.

Un partido del siglo XXI, si entiende bien el espíritu de los grandes movimientos sociales que ocurren en el mundo (como el plebiscito en Chile, recientemente), y los ocurridos en República Dominicana (protestas en Plaza de La Bandera), debiera trabajar para eliminar la cultura medieval (preservada por la burguesía) de sumisión y devoción a los rangos y títulos, en la cual se rinde lealtad y obediencia a las jerarquías y no a las cualidades humanistas, a la humildad, los méritos y responsabilidades de quienes dirigen.

En esta época, los partidos o movimientos políticos pudieran parecerse cada vez menos a la imagen militar de la disciplina. El mundo vive un estado de conciencia más propicia a la paz, menos guerrerista, pese a los discursos y esfuerzos propagandísticos de sectores de poder vinculados a la industria armamentista y la “Guerra Fría”.

La estructura política de hoy clama ser más social y ciudadana, menos rígida y eclesiástica. Incluso, apunta hacia formas de organización y cultura en modo virtual. Hacer un esfuerzo real de sinserización autocrítica, ayudaría a la irradiación de un nuevo perfil partidario. Las bases no pueden seguir siendo la proyección de un gran grupo marginado más dentro de un partido, no pueden seguir siendo instrumentalizadas utilitariamente.

Al apelar continuamente a términos como rango o categoría, para marcar la existencia de un comité central, comité o comisión política, comité ejecutivo entre otras posiciones, se está haciendo (deliberadamente o no) un ejercicio de estratificación entre los de arriba y los de abajo, entre los privilegiados y los descamisados. Y eso es totalmente inviable en la época presente, a menos que el partido como tal, desee fracasar en el tiempo o ser simplemente la expresión comercial de una franquicia política más.

No es la intención cuestionar la línea de mando política en la organización partidaria o social, tema que requiere una reflexión aparte.

Dónde hay órganos superiores, hay estructuras inferiores, obviamente. Lo cual no es dilema en sí, ya que se trata de instancias de trabajo, niveladas según el grado de responsabilidad distribuida y asignada por los lineamientos fundacionales del partido que se trate. La cuestión se complica cuando esto se configura y proyecta en términos personales. Cuando unos proclaman ser miembros de categoría superior y destacan o restriegan en otros (miembros) su categoría inferior.

Es decir, una diferenciación entre los de arriba y los de abajo. Una odiosa diferencia social en el marco de la estructura política de un partido pretendidamente democrático, dando paso a la constitución de castas partidarias inamovibles (comité político PLD, verbigracia).

El problema, tanto es crónico como grave, en virtud de que muchos partidos reivindican la condición de miembro como la categoría única y universal entre todos sus integrantes afiliados, para cuyo ingreso, se presume, han de ser ciudadanos con sentimientos, visiones, intereses nacionales y bases éticas comunes o muy parecidas entre sí, sin importar la procedencia social de los mismos.

Llegado a este punto, no hay dudas de interpretación. Para gozar internamente de pleno derecho, basta con ser miembro del partido, y nada más. Es decir, se afirma y garantiza igualdad de categoría e igualdad de oportunidades. Tanto puede un miembro ser electo presidente del partido, como el secretario general ser sustituido por otro miembro. Como cualquiera, igualmente, podría optar a candidaturas de mandos Estatales, sólo por gozar de su condición de miembro. Al menos, es lo que consagran las letras de Estatutos partidarios.

No es sólo la palabra, es el espíritu de la misma. No es sólo saber que son iguales; es sentirlo. Percibirse valorado como miembro, propicia cohesión política y unidad orgánica. Lo contrario, genera inconformidad y desgano; motiva deserción y deslealtad, al tiempo que fomenta el grupismo.

En un partido contemporáneo, la soberanía interna ha de poseerla y otorgar el universo de la membresía de esa organización, no una instancia formada por seres pretendidamente superiores, aún se hagan llamar Comité Político.

El respeto al colectivo, la disciplina y la responsabilidad, tiene que ser obra de un acto contínuo de conciencia del miembro, por el valor que este confiere a la unidad, la cohesión y la fortaleza de su organización. No puede ser producto de la coacción basada en rangos. En todo caso, tocará a las normas (claramente definidas) constituirse finalmente en las herramientas que propicien en la práctica, el cuido equitativo de la vida interna de la organización.

“Compañerito de la base” podrá verse como expresión simpática, inocua. Sin embargo, es como lluvia que trae lodo.

Psicológicamente, lleva conformidad ‘cariñosa’ al de la “base”. Condiciona a la inferioridad (soldados rasos).

Políticamente, auspicia y justifica a los “arriba” como grupo permanente, en su calidad de superiores (generales). Mientras favorece la diferencia de castas políticas en el partido.

El partido que demanda la sociedad de hoy, no sólo está condenado a superar vicios y desviaciones del pasado. Está obligado a construir creativamente, fraguando hacia adentro una nueva mística renovadora. proyectando ejemplo y coherencia hacia la sociedad.

Se tiene que ser distinto, para una práctica diferente de la política en República Dominicana.

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