Como disquisición sabatina no está de más hablar del envidioso, una especie que nunca se extingue. Y empezar por revalidar una frase hecha a la medida del que no soporta el éxito ajeno: “La envidia no mata, pero mortifica”. El que triunfa sufre el menoscabo del que no descuella en ninguna actividad; del que es incapaz de reconocer los méritos personales del merecedor; del que anda a cuestas con un arsenal de descréditos y de maledicencias, pero que siempre estará presto para distinguir y adornar con lisonjas baratas a los de su misma calaña. Sobra decir que el envidioso no es justo ni equilibrado y que actúa en forma ciega e impulsiva; y que por más bulla que pueda hacer resulta insustancial, soso y fofo.