La vejez es una etapa normal de la que nadie escapa. Llegar a la edad madura es un privilegio, según sentenció el premio nobel Ramón y Cajal: “No deben preocuparnos las arrugas del rostro, que significan pérdida de grasa”.
Los bancos no les prestan a los viejos porque pueden morir debiéndoles y con eso no juegan aunque esté de por medio una vida; los seguros tampoco quieren asegurarlos por temor a seguras pérdidas, y tendrían que renovar sus licencias de conducir cada dos años y no cada cuatro como los menores de 65. Un mundo que desecha a los viejos tras haberles sacado el jugo, solo puede parir sociedades miserables, donde lo poco que quedaba de humano se inclina ante la “religión” del lucro, el individualismo y la indiferencia.