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Según un reciente informe de Copernicus, el programa de observación de la Tierra de la Unión Europea, el ritmo de calentamiento de los océanos se duplicó desde 2005 y más del 22% de la superficie oceánica ha sufrido los efectos de una ola de calor marina severa o extrema.

No son buenas noticias, porque ese calentamiento extremo es apenas la punta del iceberg de todos los cambios negativos, algunos imposibles de revertir, que la actividad humana está generando en el planeta.
Este informe, que es el octavo que Copernicus presenta sobre el estado de los océanos, indica que ese aumento de la temperatura, que puede tener diferentes intensidades en cada región, abarca hasta los 2,000 metros superiores de los mares.

Las consecuencias, que ya se están padeciendo, son que el calor derrite el hielo de los polos, eleva la temperatura del mar, incluso de los considerados fríos como el Báltico, y en las regiones tropicales crece tanto que inunda las franjas costeras y con el tiempo terminará por sumergir poblaciones completas.

Ese calentamiento, además de afectar depósitos de vida como los corales, provoca en regiones como el Caribe un crecimiento desmesurado del sargazo, que se convierte en un problema para los gobiernos y para el turismo de playa por lo difícil y costoso de contrarrestar.

Es el mismo calor que en los últimos treinta años ha ido derritiendo los hielos de montañas en las cordilleras de todo el mundo y ahora se deja sentir en los océanos, lo que según Copernicus, será irreversible durante cientos de años.

La noticia del aumento del calor en los océanos es apenas un espacio en los periódicos impresos y en línea que preocupa a los expertos y circula en las redes, pero no parece preocupar a la gran mayoría ni provoca reacciones de los gobiernos ni de los encargados de elaborar una respuesta para esta situación que, a simple vista, es alarmante.

El problema no es solamente el calor, es la acción humana centrada solo en la búsqueda de ganancias para empresas que se enriquecen con la explotación de los recursos de países pobres. El problema es la despreocupación de las autoridades, incapaces de frenar tanta destrucción de la naturaleza, también la indiferencia generalizada de la gente ante la depredación, mientras el planeta camina de manera cada vez más acelerada hacia su hora final.

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