Brasil escogió como presidente a un negador de las más elementales convenciones sobre convivencia democrática. Abiertamente defensor de la dictadura militar que gobernó desde 1964 hasta 1985. Ostentaba la posición de diputado por el estado de Río de Janeiro desde 1991, capitán de la reserva del Ejército, se declaró admirador del presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

En los últimos años, fue objeto de sanciones económicas por la justicia civil por incitar a la violación y por “expresiones injuriosas” contra la población negra y los homosexuales.

Rechaza el libre comercio, reniega de los acuerdos comerciales regionales, aboga por derrocar al presidente de Venezuela y llama a los inmigrantes “escorias del mundo”.

Defiende el derecho de los ciudadanos a armarse para que “se defiendan” de la delincuencia. Es su respuesta a un Brasil en el que cada año mueren más de 50 mil personas a consecuencia de la delincuencia.

Sus ideas o propuestas programáticas fueron formalizadas en el curso de la campaña, pero siempre marcadas por el extremismo conservador. Apenas declaró sus aspiraciones a la Presidencia mostró una tendencia ascendente, hasta ganar en la segunda vuelta, con 55% de los votos.

No dejaron de sonar las alarmas mediáticas y al principio pocos le atribuían posibilidades de alcanzar el poder por el extremismo de sus ideas y porque carecía de estructura partidaria. Su soporte fue el Partido Social Liberal, con representación de 10 de 513 diputados, uno de 81 senadores, dos de los 5,556 alcaldes y un gobernador de 28. En febrero pasado, se postuló a la presidencia de su cámara y, de los 513 legisladores, sólo obtuvo cuatro aprobaciones. Ni su partido lo apoyó en ese momento.
Ese es Jair Bolsonaro.

Su triunfo ha conmocionado a los liberales del Continente, que ven la situación de Cristina Fernández, perseguida; Nicolás Maduro colapsado y Daniel Ortega asediado; expresidentes encarcelados o desacreditados por corrupción.

La tendencia predominante no es al ascenso de los grupos más avanzados, sino de las derechas, que se reposicionan en la mayoría de los países.

Lo que “inspiró” a Brasil y terminó con un Bolsonaro fue la lucha contra la corrupción, y la derecha nacional e internacional le sacó el capital político.

Parecería una contradicción, pero ocurrió así.

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