Las bebidas alcohólicas de fabricación casera en Haití y República Dominicana circulan bajo el clima de permisividad que se ha instaurado en el país desde hace décadas.

Los gobiernos nunca han adoptado una política formal de control de ese tipo de veneno social, y el tráfico, sea a través de la frontera, o en los barrios de la República, es una expresión del desorden reinante.

Se trae clerén o tafiá desde Haití a través de la frontera y se fabrica trículí a partir de la caña o la melaza en nuestros barrios y hasta se distribuye en colmados. A nadie importaba hasta la tragedia que ha enlutado al poblado de Pedro Santana, en Elías Piña.

Ahora abundan los anuncios de los funcionarios policiales de que cierran una “fábrica” aquí y otra allá. Las mismas fábricas que siempre toleraron.

Desde los medios se puede reclamar ahora una investigación “profunda” sobre el distribuidor del alcohol envenenado, y hasta podrían arrestar a algunos ciudadanos. Algo tienen que hacer ante el penoso caso, pero eso no es suficiente.

Lo primero es que el gobierno debe considerar la fabricación y venta de alcoholes ilegales como un delito y promover su persecución, sea directamente a través de la Policía o quizás mejor con fiscales decentes.

El terrible costo humano debe servir para que las autoridades represivas incluyan el tráfico ilegal de bebidas alcohólicas como uno de los tantos crímenes que ocurren a lo largo y ancho de la República.

No tienen que crear ninguna ley ni hacer tanta alharaca. Simplemente, cumplir con las misiones. Además, el problema no está focalizado en las localidades fronterizas. Ya es parte de nuestros barrios, hasta el extremo Este de la isla.

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