En más de una oportunidad lo hemos dicho: el único clamor en el mundo sin sesgo ni hipocresía para que termine la guerra en Ucrania es el del papa Francisco. Ha sido el que condena la invasión pero también a Putin, y no hace causa común con el falso discurso que condena la invasión, pero aviva la guerra.

Ahora el Sumo Pontífice, en la Misa del Gallo y posteriormente en ocasión del rezo del ángelus en la festividad de San Esteban, considerado como primer mártir cristiano, vuelve a abogar por los ucranianos, por los que padecen los rigores y horrores de la guerra, a los que califica de “pueblo martirizado”.

¿Por qué hay sinceridad en las palabras de Francisco? Porque exige el cese de “la insensata guerra en Ucrania”; porque pide la paz y se compadece de los alrededor de 14 millones de ucranianos, entre refugiados y desplazados; porque se muestra solidario para ayudar a quienes están sufriendo y porque implora a todos, no solo a una de las partes, que los socorran, y pide iluminación para las mentes de quienes tienen el poder de acallar las armas y poner fin inmediatamente a la conflagración.

El santo padre enronquece al demandar gestos concretos para quienes están sufriendo. Ese es el quid de la cuestión: los que tienen posibilidades de frenar la guerra simplemente miran para otro lado, mientras el pueblo de Ucrania es el que la sufre.

El eco de la voz del papa retumba en otras regiones del mundo donde hay conflictos y males, y lamenta que en nuestro tiempo se padezca esta grave carencia de paz que caracteriza lo que califica de escenarios para una tercera guerra mundial.

Recuerda a las víctimas de otras tragedias, como las de Siria, Líbano y Yemen, mientras denuncia entre sus causas la existencia de una humanidad insaciable de dinero, poder y placer que devora a los más débiles, y dedica sus mejores pensamientos en esta época del año “sobre todo a los niños devorados por las guerras, la pobreza y la injusticia”.

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