No han sido una ni dos las veces que, como ahora, los problemas que arrastra Haití en todos los órdenes parecen llegar al punto de una catástrofe humanitaria de imprevisibles consecuencias.
Pero ahora se da la conjunción de varios componentes incendiarios, lo que motiva al presidente Abinader a hablar en un tono más alto que el aconsejable en el mundo de la diplomacia.

De ahí su demanda en la ONU, sin ambages, de una intervención directa de la comunidad internacional y ahora a pedir a los dominicanos que no visiten ese país.

¿Asistimos a un punto cuya ebullición pondría a Haití al borde de la disolución como Estado o de un estallido aplazado solo por algún acontecimiento imprevisto?

Es difícil vaticinarlo, pero no hay salidas satisfactorias a la vista.
Por ejemplo, están los que abogan por una intervención militar que ayude a poner algo de orden y a organizar una transición que llene el vacío de poder, pero los que así piensan se olvidan de la Minustah y de que esa medicina resultó peor que la enfermedad.

Los cascos azules estuvieron allí trece años y fueron sustituidos por una fuerza más pequeña para ayudar a fortalecer las instituciones del país, pero lo abandonaron y lo dejaron más inseguro y violento que como lo encontraron, con un legado de más de 30 mil muertes por cólera y más de dos mil víctimas de abusos sexuales.

Por eso no tiene sentido otra intervención militar, con lo que queda en el aire esta pregunta: ¿Qué hacer con Haití sí ellos solos no podrán superar la crisis?

No nos aventuramos a sugerir salidas, porque no se vislumbra ninguna viable para esa pesadilla indescriptible, esa aparente tierra de nadie, del sálvese quien pueda.

Lo que sí vemos con claridad es el camino correcto que transita el presidente Abinader al pasar del llamado general a concertar acciones con otros países afectados.

También consideramos correcta su determinación de levantar el tono, no solo para que se escuche más lejos, sino porque lo de Haití es suficiente para apretar ya el botón de alarma.

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