La crisis generada por la COVID-19 trastorna todas las formas de la vida que conocemos hasta ahora. De hecho, está prohibido enfermarse, siempre que no sea a consecuencia del maldito coronavirus.
Pero no sólo está prohibido enfermarse, porque no sólo se dificulta recibir las atenciones, sino también porque la gente teme acudir a las clínicas y centros hospitalarios por las razones conocidas.

Ya hemos escuchado los temores de los más crónicos. Aquellos que tienen que dializarse. Pero no tienen alternativa.

No es el caso de los enfermos crónicos, sean hipertensos o diabéticos, o todos aquellos que deben consultar algún especialista para dar seguimiento sus padecimientos. Como ocurre con los pacientes de los urólogos, cuya asociación mantiene la decisión de que sus miembros no ofrezcan consultas hasta que cambie la situación.

En pocas palabras, los servicios hospitalarios se han tornado escasos o difíciles, siempre que una emergencia haga inevitable acudir a un centro.

El gobierno ha montado una plataforma de atención a distancia, denominada Aurora, mediante la cual se asiste a quienes presenten algún quebranto que no alcance el rango de emergencia.

Esta singular situación es uno de los indicadores de cuánto ha cambiado la vida en estos tiempos. Y cada vez las personas buscan la manera de sobrevivir.

¿Qué tanto se prolongará esta crisis? ¿Tendremos que aprender a cohabitar con la COVID-19 en todas las expresiones de la vida, empezando por los apuros de salud física y emocional?
Los expertos tendrían que empezar a considerar las fórmulas de adecuación, porque si bien el gran empeño se centra en evitar caer en los tentáculos del coronavirus, fácilmente la gente puede desfallecer bajo el angustioso estado de no tener a quién acudir ante un padecimiento, sin importar qué tan grave resulte.

Hay que vivir de cualquier manera. Es la fórmula. Con el agravante de que no está permitido enfermarse, siempre que no sea de la COVID-19.

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