En Sócrates de Atenas, cualquier amante de la sabiduría tiene un referente paradigmático, pese a que este eximio filósofo ningún texto literario dejó para que sus congéneres sobrevivientes tanto de antaño como de ogaño pudiesen aproximarse mediante interacción reflexiva, derivada de la lectura directa de escritos suyos. Así, debido a tal vacío, ha sido necesario entonces abrevar en las fuentes materiales de Platón, Jenofonte y Aristófanes, cuyas obras editadas en estilística dialógica, biográfica o poética recrean aspectos sobre la vida de semejante maestro.

Tanto Platón como Jenofonte escribieron apologías sobre Sócrates para poner de manifiesto cuán inocente fue el sabio a la vieja usanza, el religioso ortodoxo y hombre fidedigno a la tradición, una vez quedó consumado el libelo incriminatorio formulado contra el maestro que profesaba la docencia gratuita, cuyos acusadores fueron Meleto, Ánito y Licón, representantes de los poetas, políticos, oradores o profesores de la excelencia de nuevo cuño.

En la plaza Heliea, había un tribunal popular que a la sazón era compuesto por quinientos heliastas, jueces donde acudieron tales representantes para exponer el libelo incriminatorio, consistente en acusar a Sócrates de impiedad, corrupción de la juventud, ateísmo, dizque por indevoción a la divinidad, tras realizar investigaciones en ciencia escrutadora del mundo celestial y subterráneo, pero además fue inculpado de convertir en persuasivo cualquier discurso insulso.

A la edad septuagenaria, Sócrates tuvo que asumir su propia defensa jurídica, según el procedimiento penal imperante en la época, mediante careo, interrogatorio y refutación de la requisitoria criminal formulada en contra suya, pese a tener impericia sobre la abogacía, pero como era maestro de la mayéutica, arte consistente en obtener del discípulo, a través de preguntas pertinentes, la respuesta apropiada, extraída desde la interioridad de dicho interlocutor, tal si fuere un parto o alumbramiento.

En principio, los epígonos departían con su maestro en una que otra de las casas de cualesquier discípulos, pero cuando Querefonte inquirió en el Templo de Delfos sobre quién era el ateniense más sabio, en cuanto la pitonisa mediante oráculo le dio ese atributo a Sócrates, aunque éste solía considerarse ignorante docto, tras ser consciente de que nada sabía, entonces quedó convencido de que Apolo le había ordenado indagar entre sus conciudadanos el merecedor de semejante titulación filosófica.

Como fiel intérprete de dicho mandato apolíneo, Sócrates emprendió peregrinaje por toda Atenas, a ver cuán sabios eran los políticos, poetas, oradores, sofistas, profesores de la perfección, artesanos, ciudadanos pedestres e incluso extranjeros, a quienes les escrutaba sobre los quehaceres de sus respectivas especialidades mediante la mayéutica, consistente en formular preguntas, escuchar respuestas y luego refutar, pero a través de semejante método dialéctico pudo darse cuenta de que la ignorancia prevaleciente era simple o de elevación cuadrada.

Para los sapientes presumidos o reales de ese entonces, Sócrates usaba la mayéutica con el objetivo de provocarles vértigos, ponerles en ridículo ante la democracia ateniense y causarles descrédito o desprestigio, por cuya razón el acuerdo pactado entre ellos consistió en instrumentar el conocido libelo incriminatorio, pero en esencia se trató de una acusación falaz, debido a que ningún testigo fue presentado ante los heliastas, pese a que muchos jóvenes, dizque corrompidos por el maestro, acudieron a la plaza pública donde tuvo lugar el juicio.

Ante tal audiencia pública, la acusación penal enarbolada quedó hecha añicos, por cuanto impiedad alguna pudo haber en la obra bienhechora de Sócrates, cuyo magisterio fue brindado a título gratuito, tampoco ninguna corrupción de la juventud existió, ya que los efebos que eran epígonos suyos aprendieron los intríngulis de la mayéutica mediante mimesis, jamás el maestro enseñó ocultismo ni espiritualismo, toda vez que discurría sobre asuntos propios de la cotidianidad humana, pero además la indevoción resultó indemostrada, debido a la adhesión férrea del filósofo a la ortodoxia religiosa.

Como colofón a todo cuanto ha sido pergeñado, Sócrates, a sabiendas de que la punición en su contra era inminente, ante el tribunal de los heliastas rehusó aceptar la absolución si ello implicaba renunciar a la vida filosófica, ni mucho menos quiso escaparse, por cuanto le era imposible dejar de interrogarse y examinar a los demás, pero también hay que investigar sobre la verdad, la justicia, discernir entre bondad y maldad, entre saber real y aparente. Por eso, le pareció preferible ingerir la cicuta para mantener su convicción incólume.

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