Rápido, no importa hacia dónde, ni por qué. Aunque se nos vaya la vida en ese constante trajinar. No hay detención que valga en las paradas de las emociones, ni en los momentos valiosos, todos están ocupados con los múltiples compromisos en que estás inmerso.

No es pura casualidad que el reloj de pulsera sea prácticamente un grillete que nos mantiene sujetos al paso inexorable del tiempo, cual si fuésemos esclavos de un viaje sin retorno por los minutos irrecuperables.

Las actividades y ocupaciones nos sujetan firmemente y nos halan hacia todas las direcciones a la misma vez, como si se tratase de una competencia de primacía entre familia, trabajo y sociedad, dejando de lado esa pequeña reserva para dedicarse a sí mismo.

Es como una avalancha, ni la detienes, ni la quieres modificar. Te quejas, pero te fascina; te incomodas, pero igual continúas dejándote llevar por los soberbios caudales de ese conducir acelerado por la vida, a exceso de velocidad.

Compartes a medias porque otras obligaciones exigen tu atención, ni te das cuenta de que el día ha terminado y comienza otro por el mismo patrón, sin pausa, sin interrupciones, repleto de compromisos.

De repente, quienes antes eran tus compinches de tertulias son unos extraños con los que sólo compartes el espacio, no así las vivencias, temas de conversación o peripecias; sobre todo, si no te tocas con ellos en esa carrera loca en la que se ha convertido tu existencia y talvez también la de ellos mismos.

Y así transcurren las semanas que se convierten en meses y luego en décadas, atesorando para cuando quieras descansar, pero nunca lo haces, la ambición puede más que tú y ésta no tiene fecha de caducidad. Ya habrá tiempo para disfrutar en tranquilidad, ahora solo hay que producir y rápido para que otros no tomen la delantera.

Miras a tu alrededor y los otros están envueltos en la misma vorágine que tú o en una total apatía hacia la valoración de lo preciado de los momentos, enervándote y sacándote de tus casillas.

Programas las horas, como si pudieran ser más de 24, a cada día su afán y a cada tanda su carga. No hay sueño que detenga tu constante maquinar por el tiempo, el reloj continúa con sus manecillas implacables recordándote lo que quedó pendiente y no pudiste realizar para que nunca te sientas conforme.

De repente, tu estadía en esta tierra se detiene, implacable pero lenta, y ya no te queda oportunidad para besar a ese ser entrañable, para abrazar a quien te mande los sentimientos o para decir ese te quiero a quien siempre lo esperó de ti. No puedes… ya no tienes tiempo.

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