En la discursiva inherente a la religiosidad occidental suele ponerse de manifiesto que Dios es justicia, por cuya razón la persona que procure dirimir la conflictividad intersubjetiva bajo el socaire del derecho, sea hombre o mujer, viene a quedar vista a imagen y semejanza de aquel Ser Supremo, por cuanto cabe advertirse que ahí radica la tendencia de que a todo magistrado judicante haya que exigirle entre sus congéneres capacidades intelectivas, virtudes y cualidades intrínsecas que resultan precarizadas en los integrantes de la especie humana, aunque convenga dejar espacio residual para las honrosas excepciones que logren aproximarse a tal ideal.

Desde la discursiva propia de Sócrates resulta harto sabido que este filósofo representativo de la sabiduría occidental llegó a decir que todo magistrado judicante para administrar justicia con sobrada sindéresis tenía que escuchar cortésmente, contestar sabiamente, considerar prudentemente y decidir imparcialmente. De por sí, nadie en sanidad mental osa quitarle mérito a semejante aserto, cuyo contenido, pese al paso indefectible del tiempo, aún conserva plena vigencia.

En adhesión a semejante tétrada de virtudes, entre las cuales sobresalen sabiduría, prudencia e imparcialidad, a cualquier magistrado judicante también suele exigírsele capacidad analítica o mente sesuda, talante moral acrisolado, erudición o sapiencia enciclopédica, sentido común e intuición técnicamente administrada, porque como juez queda compelido a solucionar la controversia judicial sometida a su alto criterio resolutivo.

Como contrapeso a todo cuanto ha sido dicho, el magistrado judicante ha de estar provisto de bondad personal, por cuanto se trata de un imperativo ético-moral indispensable en la función jurisdiccional, aunque la administración de justicia suele ser vista como una actividad entroncada en la inteligencia humana, pero el juez debe mostrar cierta dosis de empatía frente a los litigantes, en aras de poner mano a la obra con raciocinio y corazón, dejando tras de sí la soberbia intelectual.

Por cuanto el juez dejó de ser boca muda de la ley para convertirse luego en voz parlante del derecho, a todo judicante en la sagrada labor ejercitada, consistente en interpretar e integrar y aplicar el material jurídico previamente identificado con miras a subsumir el caso, pero ahí le puede suscitar entonces diversidad de situaciones dilemáticas, cuya solución quizás traiga consigo hondas preocupaciones sobre el ideal de justicia albergado en su fuero interno.

Por semejante fragilidad humana, cada observador ha de situarse nuevamente en el punto de partida, pues ante cualquier caso tratado, el juez está dotado de mortalidad y vulnerabilidad, a sabiendas de que sólo en el mundo onírico adquiere carácter invencible, pero en la realidad circundante necesita en sí los amplexos de Morfeo, a fin de mofarse de la locura mediante los sueños freudianos.

En la cartilla deontológica del ejercicio de la abogacía, inserta en la obra del maestro Ángel Osorio, intitulada El alma de la toga, consta enlistado en dicho decálogo un mandamiento que insta a cualquier jurista abogacil a olvidar tantos sus triunfos como sus derrotas en las lides forenses, dado que al desoír semejante consejo, entonces la vida habrá de llevarse con pesada carga, ora pensando en los reveses, o bien ensoberbecido por las victorias alcanzadas durante dúplica y réplica dialécticas.

De Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, a toda persona ilustrada le ha tocado aprender que la memoria tiene una estructura dual, cuyos componentes son consciente y subconsciente, el primero registra los sucesos gratificantes, mientras que el otro deja latentes o reprimidos cualesquiera datos contrarios en los intersticios recónditos de la retentiva humana, por cuanto el olvido constituye un remedio preventivo, o puede verse como antídoto de la insanidad mental.

A la par con la misma línea conceptual, cabe finalizar diciendo que, si al jurista abogacil le resulta favorable valerse del olvido frente a sus causas ganadas o pérdidas, al magistrado judicante le resulta terapéutico refugiarse por igual en la amnesia forense, máxime cuando ha desplegado ingentes esfuerzos con miras a garantizar la justicia, ya que para todo juez se trata de la virtud esencial que comparte mérito con la verdad. Entretanto, el juzgador, tras pertrecharse del idóneo conocimiento jurídico, entonces queda instado a conferir a cada persona lo suyo, siempre apelando a la equidad, proporcionalidad, debido proceso de legalidad constitucional y tutela judicial efectiva, así como en otros recaudos reivindicatorios de los derechos fundamentales.

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