Los gobiernos están en la obligación de crear condiciones propicias para mejorar los niveles de competitividad de los sectores productivos. Otra prioridad consiste en la creación de un clima de seguridad jurídica que preserve la confianza de los inversionistas existentes y atraiga nuevos capitales.
Sin una ni la otra podríamos aspirar a crecer ni a expandir las expectativas de la economía ni mucho menos a mejorar las condiciones de vida de la gente. El clima adecuado a la inversión no se genera únicamente a base de leyes y giras presidenciales. Se requiere que todo el equipo gubernamental marche parejo en una misma dirección. No importa cuántas legislaciones protejan la inversión, si por otro lado el poder discrecional de los funcionarios hace caso omiso a la ley y obstruye con falsos nacionalismos y posturas populistas la paz y el sosiego que el capital necesita para trabajar. Sólo así podrá el país producir la riqueza que habrá de combatir eficazmente los niveles degradantes de pobreza en que vive una mayoría de los dominicanos.
La nación no ofrece nada que otro país similar no esté en condiciones de proporcionar a inversionistas extranjeros. De hecho, tenemos estructuras de costos, con muy bajo grado de competitividad, ya bastantes disuasivos al capital. Si a esto agregamos exigencias impositivas injustificadas ahuyentaremos no sólo a aquellos que acarician la idea de establecerse en el país, sino a otros que ya operan en nuestro territorio.
Cada inversionista que alejamos con esos gestos trasnochados de nacionalismo, se lleva consigo muchos otros interesados en sentar base en el territorio nacional. Pero, además, de qué sirve que el presidente viaje con frecuencia al exterior en busca de inversiones, si aquí nos empeñamos en mantenerlas bien alejadas de nosotros. Con esas incongruencias no avanza un país.