Por naturaleza, aun bajo la tradición más democrática, los gobiernos poseen una marcada vocación autoritaria y tienden a ser intolerantes. De ahí siempre la necesidad de que las sociedades se mantengan en actitud de vigilancia para preservar la libertad y el respeto de los derechos ciudadanos. Las élites intelectuales juegan, y deben jugar, un papel determinante en ese esfuerzo y es su responsabilidad comandar la crítica y señalar los errores y las desviaciones en el campo del ejercicio democrático.
Con frecuencia instancias gubernamentales prestan importancia desproporcionada a observaciones puramente académicas de conocedores de nuestra realidad social y legado histórico. Es una práctica que hemos presenciado, sin excepción alguna en todas las administraciones. Si bien algunas afirmaciones críticas resaltan lo que la inteligencia nacional pudiera considerar debilidades y defectos de la personalidad de presidentes o funcionarios, en el fondo, a mi entender y analizado en el contexto en que por lo general se producen, muchas de esas críticas o exposiciones no reflejan una actitud irracional en contra de un gobierno.
Es probable que muchos intelectuales y académicos sean víctimas de algún grado de frustración por el hecho de que no sea un miembro de su clase quien gobierne u oriente el Gobierno. Pero la generalización ignora que muchos integrantes de esa elite llegan a formar parte de los gobiernos y suelen estar junto a los presidentes o candidatos durante y después de las bregas electorales.
Sería un error hacer de las críticas un tema permanente de discusión. Primero porque podría incurrirse en un acto de irrespeto a las ideas dentro de un clima de libre debate y enajenarse en el trayecto las simpatías de un amplio universo de sectores que en esta sociedad tienen todavía fe en la vocación democrática de sus dirigentes.