Aún en medio de las catástrofes más grandes, sean causadas por guerras, huracanes o terremotos, la personificación del sufrimiento suele provocar una impresión más dolorosa que la visión global de la tragedia. Puede resultar irracional admitirlo, pero muchos hechos a lo largo de la historia lo confirman.
Tras el terremoto de Nicaragua a comienzos de los setenta, una de las imágenes más difundidas por la prensa internacional, en medio de la total destrucción de Managua, era la de una niña descalza sentada sobre los escombros de su vivienda con una pequeña muñeca de trapo en sus manos, y aún sangraba por las heridas.
El Diario de Anne Frank, que narra las penurias de una familia judía detenida durante la ocupación nazi de Holanda, reveló al mundo el horror del holocausto tanto o más que las visiones dantescas de los campos de exterminio de la Alemania hitleriana.
La guerra de Vietnam causó la muerte de 55 mil soldados norteamericanos y de dos millones de vietnamitas. Pero la escena que estremeció a Estados Unidos y al mundo fue la de aquel disparo en la cabeza en una calle de Saigón.
Entre las miles de fotografías que muestran al mundo la dimensión de la tragedia haitiana, tras el terremoto del 2010, una en particular encoge los corazones. Es aquella en la que se enseña un primer plano de la destrucción de la catedral de Puerto Príncipe y en medio de aquel desastre, con los restos de paredes y muros que cubrían prácticamente lo que parecía un salón cercano a la calle donde se capta el paso de dos hombres cruzando en una motocicleta, se observa una frágil columna de cemento sin más soporte que el material que la ciñe al piso, con una estatua de madera del Cristo crucificado, incólume, como si quisiera recordarnos algo.
Confieso que entre todos esos dramáticos y conmovedores testimonios gráficos de la tragedia haitiana, ninguno llamó más mi atención que esa foto.