En el ruidoso nivel de discusión nacional no queda espacio suficiente para la moderación, cada día más reducido. Las pasiones y las posiciones extremas se apoderan del debate, y dejan sin posibilidad cualquier intento de bajar el tono y establecer canales de comunicación lo suficientemente limpios como para poder escucharnos y encontrar senderos hacia un lugar sereno, seguro y apacible. De suerte que de antemano es un vano esfuerzo transitar por ese camino cerrado. A muchos les parecerá exagerada la apreciación y se conformarán con la idea de estar todo en su puesto por ser asunto normal en una democracia la altisonancia en el enfrentamiento político.
Si hay algo para preocuparse es precisamente ese giro en la discusión, capaz de convertirlo todo en riña, que nos impide encontrar en la diversidad de opinión el verdadero potencial de riqueza que tanto necesitamos explotar. Lo positivo de la situación es que la acidez de la brega partidaria le está permitiendo al país descubrir el lado de la personalidad del liderazgo político nacional siempre oculto. Pero por esa ruta será imposible hallar los puntos de coincidencia en la disidencia, necesarios para poner a funcionar a la república como es debido y como aspiramos.
Y por esa razón podríamos quedar sumidos en la ignorancia y en el pasado, y perder las grandes oportunidades resultantes de los desafíos de la dinámica internacional puestos en nuestras manos.
Perdemos demasiado e irrecuperable tiempo en vanas discusiones, peleándonos por las bolas y los strikes de los árbitros, corremos el riesgo de expulsión del partido incluso cuando estamos en ventaja sobre el contrario. Imperdonablemente, estamos dejando a las pasiones imponer las pautas del debate. Y así no alcanzaremos jamás los objetivos como nación, necesarios para asegurarnos el justo lugar que nos corresponde y merecemos en el futuro.