Basta con incursionar en las redes para descubrir que cada día en el país hay menos espacios para la moderación. Las pasiones y las posiciones extremas se han apoderado del debate, y dejan sin posibilidad cualquier intento por bajar el tono de la discusión y establecer canales de comunicación lo suficientemente limpios como para que todos podamos escucharnos y encontrar senderos que conduzcan a un lugar sereno, seguro y apacible. De suerte que de antemano es un vano esfuerzo transitar por ese camino cerrado. A muchos les parecerá exagerada esta apreciación y se conformarán con la idea de que todo está en su puesto y que es asunto normal en una democracia la altisonancia en el enfrentamiento político.
Si hay algo para preocuparse es precisamente ese giro en la discusión, que todo lo convierte en riña, e impide que podamos encontrar en la diversidad de opinión el verdadero potencial de riqueza que tanto necesitamos explotar. Lo positivo de la situación es que la acidez de la brega partidaria le está permitiendo al país descubrir el lado de la personalidad del liderazgo nacional, no solo el político, que se ha tratado siempre de mantener oculto.
Por esa ruta será imposible hallar los puntos de coincidencia necesarios para poner a funcionar la república. Y quedaremos sumidos en la ignorancia y en el pasado, perderemos las grandes oportunidades que los desafíos de la dinámica internacional ponen en manos nuestras.
Perdemos demasiado e irrecuperable tiempo en vanas discusiones, peleamos por las bolas y los strikes que cantan los árbitros, y corremos el riesgo de que nos expulsen del partido incluso cuando estamos en ventaja sobre el contrario. Imperdonablemente, estamos dejando que las pasiones nos impongan las pautas del debate. Y así no alcanzaremos jamás los objetivos que como nación necesitamos imponernos, para asegurarnos el justo lugar que nos pertenece y merecemos en el futuro.