Hay una pregunta que a cierta edad, cuando los años comienzan a hacer sus efectos, que todos de alguna forma nos hacemos, sin que podamos encontrar respuesta: ¿Por qué se quiere tanto a los nietos?

¿Será porque llegan cuando se siente próxima la inexorable fase de la existencia en que todo empieza a alejarse de nuestro lado? ¿Cuando algunos no sienten el calor del beso de sus hijos cuando los ven? ¿O será que la soledad del nido vacío entristece y nos hace creer que algo nos falló? ¿Acaso se deba a ese extraño sentimiento que muchos descubren al anochecer cuando ya no escuchan el sonido de más pasos en el hogar? ¿O será que los hijos de tus hijos hacen experimentar la enorme sensación de verse prolongado en la cara de un bebé, cuando grita porque tiene hambre o sonríe al calor de un abrazo o de una caricia tierna?

Son la esperada bendición en la etapa en que, de alguna manera, los seres humanos comenzamos a hacernos preguntas para entender el lugar en donde estamos y los caminos que no alcanzamos a recorrer. Cuando ciertas reflexiones atormentan, sobre lo que se hizo o dejó de hacer, sea en momentos de indecisiones o cuando la falsa dignidad del orgullo induce a errores que nunca terminan de pagarse.

A fin de cuentas, qué importancia tiene la razón por la que uno los ame tanto, si llegan para hacernos aliviar la dura cotidianidad y hallar en ellos una nueva razón para seguir viviendo. No existe una plena realización del ser humano sin hijos y sin nietos. Verlos crecer, llevarlos a la escuela y buscarlos, escuchar sus inquietudes, compartir sus alegrías, sus problemas y ansiedades; no hay mayor felicidad. La condición de padres y abuelos es la única que no requiere aprendizaje.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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