Ni en las peores dictaduras se ha limitado el derecho de los padres a ponerles los nombres a sus hijos. La de Trujillo figura entre las más crueles, horrendas y corruptas en la historia continental. El «jefe» limitó el derecho de tránsito, prohibió la libertad sindical y política, encerró, exilió y asesinó a sus opositores, pero nunca se le ocurrió, ni en sus días finales de delirio, impedirles a los padres elegir los nombres de sus vástagos.
Como si no tuviera otra cosa por hacer, la Junta Central Electoral elaboró a mediados de la primera década del siglo, un proyecto para regular esa potestad de padres y madres, y asignársela a los responsables de las oficialías civiles. La infeliz y descartada iniciativa carecía de toda lógica, pues era suprema estupidez darle facultad a un oficial civil para decidir qué nombre deben llevar los hijos de otros.

Se ha dicho que la idea era evitar que se les dieran nombres de pila a los niños usados también como apellidos, o lo que la JCE entendía vulgares o fonéticamente extraños. Pero el derecho de los padres sobre los nombres de sus hijos es innegociable y no puede ser usurpado por el Estado o por un burócrata. Mis nombres de pila, por ejemplo, son también apellidos de dos conocidas familias de ascendencia árabe y algunos de sus miembros llevan los dos.

Si esta resolución se hubiera aprobado hoy estaríamos ante uno de los casos de arbitrariedad más estúpidos e inútiles. Qué puede importarle a la JCE que un padre quiera llamar a su hijo Eucalipto o Drácula. Peor sería Dolores para que no fuera a casarse con uno de apellido Cabeza.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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