La dignidad nace en una democracia del derecho a vivir en libertad en un clima de oportunidades para todos los ciudadanos, lo cual mejora de forma sustancial el ambiente en que se desenvuelven. Quien no vive a gusto con lo que posee o en su medio, jamás se sentirá comprometido a defenderlo. Esa es una de las cuestiones vitales a las que se debe responder enfática y rápidamente en América Latina, para consolidar el proceso político y social y asegurar cierto grado de supervivencia del sistema.
Las desigualdades sociales en la región son demasiado profundas como para que no estén presentes con carácter permanente, los elementos capaces de coaligarse para poner en peligro los avances que en el campo de las libertades humanas y los derechos materiales, es decir, el acceso a los bienes y riquezas que produce la sociedad, se ha alcanzado a través de un largo y accidentado proceso todavía en fase de maduración en la mayoría de los países latinoamericanos.
La pobreza, la marginalidad y el desempleo y la ausencia de oportunidades fomentan desencanto, frustración y miedo al porvenir. Todo eso hace que en muchas naciones del hemisferio la gente se abrace a liderazgos mesiánicos, que al final agravan con sus políticas erráticas y populistas los problemas que afectan a sus poblaciones. El hecho de que miles de cubanos todavía traten en frágiles balsas de alcanzar Estados Unidos y oleadas de venezolanos busquen oportunidades en países más pobres que el suyo, es innegable demostración de que las propuestas redentoras sólo agravan las graves dificultades sociales que solo una auténtica democracia puede resolver, en menos tiempo y a menor costo.
La satanización de la propiedad y de la riqueza individual, a la que aspiran los seres humanos normales, es el mayor de los engaños. Los intentos de darle sentido social a la destrucción del aparato productivo apenas permiten una distribución de pobreza.