En el artículo 128, numeral 1, literal b, de la Constitución queda establecido que la potestad reglamentaria es una facultad constitucional propia del Presidente de la República que lo autoriza para expedir normas de carácter general destinadas a la ejecución y cumplimiento de la ley, específicamente, consagra la facultad para: “(…). Expedir decretos, reglamentos e instrucciones cuando fuere necesario”.

De esta forma el Constituyente nos deja claramente establecido que la potestad reglamentaria es una atribución del Poder Ejecutivo, que debe de ser ejercida en el marco de la ley o para el desarrollo de una ley, independientemente de los reglamentos autónomos, los cuales no tienen relación alguna con una ley preexistente. Esta potestad se caracteriza por ser una atribución constitucional inalienable, irrenunciable, inagotable, pues no tiene plazo y puede ejercerse en cualquier tiempo, también es intransferible, porque es un atributo exclusivo del presidente, indispensable para la que la Administración cumpla con su función de ejecutar la ley.

Sin embargo, esa potestad ha sido extendida por el Constituyente, en razón de sus competencias a otros órganos autónomos; tal es el caso de la Junta Central Electoral, el Tribunal Superior Electoral, el Tribunal Constitucional y la Cámara de Cuentas. Esa capacidad reglamentaria se configura como competencia accesoria e instrumental de su autonomía para el cumplimiento de sus funciones esenciales y establecida por la Constitución, aunque la potestad reglamentaria es, en principio, discrecional, nunca podrán extralimitarse a la hora de reglamentar, porque su marco de referencia es la Constitución y la ley.

El Tribunal Constitucional mediante Sentencia TC/0032/12, se pronunció sobre lo atinente a la subordinación que debe existir entre la Ley y el reglamento, señalado: “La heteronomía de los reglamentos implica no sólo que no pueden expedirse sin una ley previa a cuya pormenorización normativa están destinados, sino que su validez jurídico-constitucional depende de ella en cuanto no deben contrariarla ni rebasar su ámbito de aplicación. A excepción del poder reglamentario autónomo, no puede expedirse un reglamento sin que se refiera a una ley, y se funde precisamente en ella para proveer en forma general y abstracta en lo necesario a la aplicación de dicha ley a los casos concretos que surjan”. De tal manera que el reglamento sería una norma complementaria y subordinada a la ley.

En ese sentido, también se ha pronunciado el Tribunal Constitucional de Perú, mediante Sentencia Núm. 0001/0003-2003-AI/TC, de fecha 4 de julio de 2003 al reconocer que: “La fuerza normativa de la que está investida la Administración se manifiesta por antonomasia en el ejercicio de su potestad reglamentaria. El reglamento es la norma que, subordinada directamente a las leyes e indirectamente a la Constitución, puede, de un lado, desarrollar la ley, sin transgredirla ni desnaturalizarla y, de otro, hacer operativo el servicio que la Administración brinda a la comunidad”. Lo que debe quedar claro es que nunca una norma debe de violentar los principios de legalidad, subordinación reglamentaria y seguridad jurídica dispuestos por la Constitución.

Como bien expresa el profesor Jorge Prats, opinión que compartimos: “Lo fundamental en relación a la potestad reglamentaria de la Administración es garantizar la efectiva sumisión del reglamento a la ley, entendida como norma superior y manifestación directa de la voluntad popular expresada en el Congreso”.

Así, aunque la finalidad principal de un Estado Social y Democrático de Derecho es la protección efectiva de los derechos de la persona, se tiene que tener en cuenta los medios que se utilicen para el perfeccionamiento de los mismos, ya que siempre debe de primar, la seguridad jurídica, la justicia y la legalidad de las actuaciones para lograr el fin buscado.

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