Arturo Bisonó.- La República Dominicana está llamada a consolidar una visión transformadora: convertirse en una potencia agrícola regional —y por qué no, también mundial—, no por volumen ni por precios bajos, sino por su capacidad de posicionarse en nichos de mercado con productos altamente especializados, como frutales, vegetales y cultivos emblemáticos con fuerte identidad territorial.
Alcanzar ese objetivo no solo es posible, sino urgente. Pero para lograrlo, primero debemos convencernos de que contamos con las condiciones necesarias. No se trata únicamente de producir más, sino de producir mejor: con un desarrollo territorial sólido que disminuya disruptivamente la pobreza rural, y con un ecosistema de innovación cohesionado, articulado entre el sector público, privado, académico, de investigación, financiero y los propios productores.
El país tiene condiciones excepcionales para hacerlo realidad. Un clima privilegiado, con amplitudes térmicas de hasta 12 °C en zonas altas que favorecen la pigmentación y el dulzor en frutales y vegetales de nicho; zonas cálidas, de baja precipitación, con suelos aluviales bien drenados y agua disponible para riego tecnificado. A esto se suma una ubicación estratégica entre América, Europa y el Caribe, que facilita el acceso a mercados exigentes.
La República Dominicana también cuenta con una tradición agrícola vinculada a cultivos donde el origen —representado por el terroir, las denominaciones de origen y la identidad del territorio— puede convertirse en una poderosa herramienta de diferenciación y valor agregado. Café, cacao y tabaco concentran ese potencial.
En el Valle del Cibao, donde se cultiva el 91 % de las hojas de tabaco dominicano, la diversidad de suelos y microclimas imprime características únicas a nuestros cigarros premium. ¿Por qué no proyectarlo como un símbolo global de excelencia agrícola, como ya ocurre con regiones como La Rioja o el Valle de Napa? Junto a esta riqueza histórica, también hay espacio para consolidar nuevas líneas de producción de alto valor, como en su momento ocurrió con el banano orgánico, y como hoy puede lograrse con múltiples especialidades frutales y hortícolas. De hecho, recientemente se ha demostrado que podemos producir con excelente calidad variedades royalty de uva de mesa sin semilla, con potencial exportador, pero sobre todo con la capacidad de abastecer nuestro mercado interno, que actualmente ronda los 50 millones de dólares.
Sin embargo, pese al esfuerzo sostenido y a los recursos públicos destinados al sector agropecuario durante décadas, los avances no han estado a la altura del verdadero potencial del país. La agricultura dominicana parece atrapada en un ciclo que recuerda al mito de Sísifo: se empuja con fuerza en dirección al progreso, pero los resultados tienden a diluirse antes de consolidarse, y la meta se aleja una vez más. Este patrón repetido no obedece a una falta de voluntad, sino a la necesidad de revisar con mayor profundidad los cimientos sobre los que se ha intentado construir la transformación del sector.
Las causas de esta limitada capacidad de materializar nuestro potencial son múltiples y estructurales. La institucionalidad agropecuaria —tanto pública como gremial— sufre de dispersión, solapamiento de funciones y esfuerzos desarticulados. A menudo, las prioridades responden más a la coyuntura que a una visión estratégica de largo plazo. Parte del liderazgo gremial, en ocasiones permeado por dinámicas políticas, no ha impulsado con fuerza suficientes agendas centradas en la productividad, la investigación o el uso de evidencia científica. En vez de demandar más ciencia, se ha normalizado una cultura de exigencia inmediata —el “dao”— que perpetúa la dependencia y debilita capacidades técnicas. A esto se suma un gasto público dominado por el gasto corriente; respuestas reactivas ante plagas o eventos climáticos; y universidades que, en muchos casos, siguen sin alinear su formación ni su investigación con las verdaderas necesidades del campo.
Además, nos hemos acostumbrado a celebrar que producimos entre el 85 y el 90 % de lo que consumimos, como si eso fuese el destino final y no apenas un punto de partida. Esa narrativa, aunque valiosa, ha alimentado un cierto conformismo, cuando lo que realmente se necesita es ambición colectiva.
¿Qué caminos debemos transitar con más decisión, y de cuáles debemos alejarnos, si queremos maximizar nuestro potencial agroalimentario? Responder esta pregunta exige una revisión honesta de nuestras fortalezas y, sobre todo, de nuestras omisiones más persistentes. Porque no basta con tener el potencial: hay que contar con las condiciones reales para desarrollarlo. Y eso comienza, irremediablemente, por invertir en lo más estratégico que tiene cualquier país: su gente. El Nobel de Economía Theodore W. Schultz lo anticipó en 1979 al afirmar que el capital humano impulsa la productividad y la capacidad emprendedora, y que invertir en calidad de la población es el verdadero motor del crecimiento económico.
En algún momento de nuestra historia reciente, esa premisa fue asumida con convicción: muchos de los responsables de políticas públicas clave en las últimas décadas fueron formados en los años 70 y 80 en prestigiosas universidades del mundo. Hoy urge replicar esa apuesta. Necesitamos generar las condiciones para que más agrónomos dominicanos puedan especializarse en universidades extranjeras de alto nivel, al tiempo que fortalecemos la oferta de programas de posgrado de excelencia dentro del país.
Además, contamos con agrónomos dominicanos que hoy lideran proyectos e investigaciones en universidades de referencia como North Carolina State University, Purdue University, University of Florida, Virginia Tech y West Virginia State University, así como en empresas como Lipman Family Farms, una de las más importantes en la producción de tomate en Estados Unidos. Es clave activar una red consultiva con estos profesionales para conectar la innovación global con nuestra realidad agrícola y asegurar que nuestras agricultura este guiada por los mejores, estén donde estén.
Otro aspecto crucial para transformar el sector agropecuario es la reingeniería institucional, un proceso que ya ha iniciado con la integración del Instituto Agrario Dominicano al Ministerio de Agricultura. Más allá de esta acción puntual, se necesita diseñar una hoja de ruta que reorganice con visión de largo plazo todo el ecosistema agropecuario, orientándolo hacia metas concretas de seguridad alimentaria y expansión exportadora. Esto implica construir un gabinete agropecuario moderno, eficiente, articulado y técnicamente calificado, con objetivos claros en términos de superficie sembrada en cultivos prioritarios y volúmenes exportados, no medidos únicamente por montos globales —que pueden verse distorsionados por la volatilidad de precios— sino desagregados por rubro y subrubro. Solo así podremos sincerar nuestras cifras y tomar decisiones con evidencia. Y para lograrlo, es indispensable despolitizar la toma de decisiones: cada vez que una posición clave del sector es ocupada por alguien sin experiencia, el costo de ese aprendizaje lo pagamos todos los dominicanos con nuestros impuestos.
Apostar por el mérito, la continuidad técnica y la planificación estratégica no es solo deseable, es imprescindible para dar el salto que el país necesita.