Pocos idiomas existen tan ricos como el español, aun con la incontrolable invasión de anglicismos propios de una economía abierta y globalizada. A pesar de los ingentes esfuerzos para preservarlo, son inevitables esas expresiones en inglés utilizadas para aparentar modernismo, actitud sibarita y conocimiento, impulsados por ese complejo de Guacanagarix del que no acabamos de deshacernos, aunque es justo reconocer que, por su brevedad, suelen ser más prácticas (con el perdón de don Fabio). No obstante, para conversar seguimos apegados a las mismas combinaciones textuales que representan muletas prácticamente imprescindibles, como si no hubiera otras en el léxico castellano, siendo los medios de comunicación y los que hacen opinión los grandes responsables de que, sin darnos cuenta, todos nos expresemos de manera tan similar y estereotipada. Veamos. “Sin temor a equivocarnos”, “para nadie es un secreto” que “a la corta o a la larga” terminamos acudiendo a vocablos manidos que, “de una manera u otra”, expresan nuestro sentir; “nos llama poderosamente la atención” que apenas nos damos cuenta de esa tendencia porque surge “de buenas a primera”. “Como si todo esto fuera poco”, es indiscutible que “tarde o temprano” llevamos esa modalidad de comunicarnos “hasta las últimas consecuencias” para aplicarlas “por las buenas o por las malas” en el lenguaje, acudiendo a odiosas repeticiones que, “sin ánimo de ofender”, luego justificamos con un “valga la redundancia”.

Hay sustantivos que parecen haber nacido siameses acompañados con adjetivos que rayan en la obviedad y resultan hasta risibles, tales como: merecidas vacaciones (¿cuándo no lo son?), sentido pésame (¿a veces no se siente?), enjundioso estudio (¿nunca superficiales?), refrescante chapuzón (¿cuál no lo sería?), mandíbula batiente (¿como licuadora?), nariz parada (¿acaso sentada?), caso serio (¿habría de broma), mal herido (¿alguien pudiera herirse bien?), sed de justicia (¿no hambre?), barrio populoso (sobre todo, si es dominicano), pícara sonrisa (¿hay de todo tipo?), ceño fruncido, de la vida real (¿o ficticia?), solaz esparcimiento, cadencioso merengue (reservadas para impresionar), playas paradisiacas (si son las nuestras), flaco servicio (¿existe uno gordo?) y acalorado debate (¿no lo hay frío?). Para mayor originalidad, talvez podamos usar esas frases de los milenials, fruto del uso de los medios electrónicos, que enriquecen (o empobrecen) la conversación para por lo menos hacerla más variada y economizar texto, como: “el final”, “del mundo mundial”, “k lo que”, “ya tu ab” o los famosos emojis. Lo cierto es que gradualmente vamos estrangulando el idioma y en esa misma medida, renegando de nuestra idiosincrasia porque el problema ya no serían las repeticiones que lo van diluyendo o el descuido en utilizarlo, sino que esas mismas fallas del idioma las tenemos en la mente porque, como se habla, se piensa.

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