Todos tenemos personas y cosas que quisiéramos tener junto a nosotros, lugares en los cuales quisiéramos estar pero no podemos lograrlo. Muchas razones y obstáculos serán la causa de este impedimento.

A muchos de nosotros, cualquier día, cualquier hora el alma abandona nuestros cuerpos y huye despavorida hacia un alguien, un algo o a ese lugar en donde se sintió feliz como nunca antes…
como nunca después.

A mi alma rebelde con causa y sin ella, le encanta salirse de mis adentros para ir a jugar despreocupada con la niña que fui y con la cual disfrutó de la felicidad en todo su esplendor.

Más de una vez, he tenido que hacer a mi alma regresar, a regañadientes, del umbral de la entrada de la casa de mi infancia, allí donde cada día esperaba que llegara mi papi querido a devolverme la alegría y calmar la angustia infantil que no permitía entender que al final del día él regresaría a casa, como siempre lo hacía, dejándome la interrogante de si era él o era yo, quien más se alegraba de volver a ver al otro.

Más de un hermoso lugar de mi infancia visito cada día con solo cerrar mis ojos. Del mismo modo regreso a otros donde también he sido inmensamente feliz.

Mi alma y mis sentimientos se escapan a reencontrarse en ese lugar con ese alguien y se repiten esos instantes donde la tristeza y la adversidad han quedado desterradas, donde la felicidad lo ha llenado todo sin dejar espacio para nada más.

Extrañar y pensar en aquellos que amamos y, que por alguna razón o sin ella, no están junto a nosotros es lo que nos enseña el valor de los instantes felices, lo importante de los afectos verdaderos, la felicidad de pasar un rato entre amigos.

A veces siento y pienso que somos lo que vivimos, pues cada vivencia es un capítulo de nuestra historia personal, son los recuerdos que nos acompañarán por siempre. Estas son las historia que contaremos a nuestros hijos y nietos, los temas de conversación cuando nos reencontremos con los amigos de antaño.

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