Es imposible vivir de espaldas al entorno que nos rodea, por más en desacuerdo que estemos con el accionar de aquellos con quienes interactuamos.

A veces mantenemos relaciones cercanas con personas cuya conducta desaprobamos, pero que sin embargo, queremos y aunque sabemos que no podemos cambiarlas, tratamos de ayudarlos para que tomen conciencia de sus errores.

Otras veces, nuestras relaciones no son tan cercanas, pero son relaciones al fin y al cabo.
Sabemos que estamos obligados a ser tolerantes, que tenemos que aceptar las diferencias, la diversidad, que estamos llamados a respetar los derechos a ser y decir de los demás, pero resulta, que aquellos que más fallas y errores cometen, aquellos a quienes más debemos tolerarles casi lo intolerable y perdonarles hasta lo imperdonable, son precisamente los más severos a la hora de juzgarnos y para rematar, son los más intolerantes.

Es inevitable tener que convivir con todos y aceptarlos tal y como son, respetar sus derechos y sus diferencias, lo que para nada justifica comenzar a actuar como ellos, incurrir en sus mismas conductas, sobre todo, si se trata de una reprochable, que siempre hemos desaprobado y hasta cuestionado.

Nadie hace nada, sólo para molestar a otro. Eso no es cierto.

Todo aquello que hacemos, sin que nos presionen, sin que constituya una obligación, sin que forme parte de nuestras responsabilidades, lo hacemos porque queremos, porque lo deseamos, porque invertimos tiempo, pusimos nuestro esfuerzo, nos esmeramos y nos empleamos a fondo para lograrlo.

Es una irresponsabilidad decir que lo hicimos porque alguien nos fastidió y nos empujó a hacerlo.

Es lo mismo cuando terminamos haciendo lo que antes criticábamos, no es más que la confirmación de que en el fondo, siempre deseamos haber tenido el valor para comportarnos de la manera en que lo hacían aquellos, pero no nos atrevíamos. l

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