Es innegable la incidencia de las redes sociales en la vida de las personas en todo el mundo. Las plataformas digitales han venido a revolucionarlo todo.
La tecnología, que se renueva cada día, ejerce una presión despiadada sobre las empresas de telecomunicaciones que luchan sin tregua por mantenerse a la vanguardia para así ofrecer “lo último” a sus usuarios. El uso del celular, que hace tiempo dejó de ser un simple teléfono móvil, para convertirse en una sofisticada computadora, que nos permite conectarnos con el mundo, sin mayor esfuerzo que deslizar los dedos por la suave superficie de su pantalla, se ha convertido en un arma fundamental en el diario vivir.

Como todas las cosas, estas herramientas constituyen verdaderos aliados del conocimiento y del desarrollo, si se les da el uso correcto, si podemos ser lo suficientemente inteligentes para no convertirnos en dependientes de las mismas y llegar a creer que vivimos en una especie de “Reality Show”.

Es preocupante y yo le agrego, penoso, ver como las personas publican todo en Facebook o Instagram.

Es inevitable dejar de pensar en aquella frase que reza: “Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”.

Las redes sociales son una ventana donde algunos publican actividades, amores, objetos caros, viajes, el desayuno, almuerzo y cena en lujosos restaurantes, con el objetivo de mostrar su bonanza económica o gritar a los cuatro vientos una relación cuya perfección sólo existe en las redes.

No soy socióloga, ni nada parecido, pero he leído muchos artículos que recogen las opiniones de los expertos de la conducta humana sobre este comportamiento inexplicable y ridículo.

Está bien publicar fotos familiares, comentar las fotos de algún amigo, de vez en cuando emitir una opinión sobre algún tema, compartir actividades públicas, imágenes de lugares impresionantes, todo eso está bien.

Lo que no entiendo es ese afán de renunciar, por el gusto, a la tan merecida privacidad. Es esa tendencia ilógica de invitar extraños a invadir espacios tan íntimos como nuestra casa.

No sé si esas personas sabrán que solo a quienes nos aman les importa si estamos tristes, si tenemos problemas, si reímos a carcajadas o si lloramos desconsolados. Solo quienes nos aman tienen derecho a ser partícipes de nuestras penas y alegrías.

Los demás se convierten en simple espectadores que encuentran muy divertido husmear en la vida de los demás y si nosotros mismos les damos las llaves, entonces, mejor para ellos.

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