Dicen que no es lo mismo llamar al maligno que verlo llegar, y los últimos hechos acontecidos en el país demuestran que es así, pues es muy fácil por demagogia, populismo o cinismo pretender ser institucional, criticar la corrupción y sus nefastas consecuencias o clamar por más democracia, y mayor equidad en los procesos electorales como ordena la Constitución, que verdaderamente asumir estas causas y estar comprometido con el cumplimiento de la ley y la moral.

Desde hace años la sociedad dominicana ha clamado por una justicia y un ministerio público independiente, se modificó la Constitución para instaurar al Consejo Nacional de la Magistratura, como órgano investido de la facultad de designación de los jueces de las Altas Cortes, se aprobaron leyes para crear la carrera judicial y del Ministerio Público, se crearon la Escuela de la Magistratura y del Ministerio Público para afianzar su independencia y debida capacitación, pero los frutos de la reforma han sido limitados, la independencia de los fiscales era excepcional, y en materia de corrupción los casos se habían detenido, impedido, archivado o manejado bajo los hilos no tan invisibles del poder político de turno.

Tras 20 años de gobiernos sucesivos del PLD desde el 1996, con la excepción del período 2000 al 2004, un nuevo partido ganó las elecciones, lo que a todas luces tomó por sorpresa a la saliente administración que estaba muy confiada en que ganaría, quizás no solo porque lo había hecho en otras tantas ocasiones, sino también porque entendía contaba con recursos suficientes para repetirlo.

La anulación de las elecciones municipales del 16 de febrero de 2020, fueron la gota que rebosó la copa de un hartazgo de la sociedad que ya se había puesto de manifiesto con la explosión del caso de corrupción transnacional más grande, el de Odebrecht, del cual nuestro país no solo era parte, sino que fue base para las denominadas “operaciones estructuradas”, y esto, fue un factor decisivo en el resultado de las elecciones del año 2020.

Consciente de este clamor de buena parte de la sociedad la nueva administración, desde el primer día de su instalación quiso dar respuesta clara y contundente designando como procuradora general de la República a una persona incuestionable, no solo por su preparación, capacidad e integridad, sino porque estas estaban demostradas en muchas décadas de trayectoria rectilínea y responsable, desde los años en que al Poder Judicial peyorativamente se le denominaba la cenicienta de los poderes públicos.

De inmediato surgieron los aplausos y reconocimientos por esta y otras designaciones de procuradores generales adjuntos, pero casi nadie estaba consciente de lo que realmente significaba tener un Ministerio Público independiente, cuyas actuaciones no estuvieran dictadas o frenadas por una llamada superior o por una especie de autocensura, en un país acostumbrado a muchos años de impunidad, con una cultura preocupantemente tolerante a la violación de la ley, en la que para muchos enriquecerse a expensas del Estado, es aceptable, y no hacerlo es ser un tonto.

Han pasado casi dos años y medio desde que se diera ese paso, hemos visto investigaciones voluminosas, sometimientos de funcionarios de la pasada Procuraduría General de la República, de algunos ex funcionarios de esta administración, pero hasta la fecha solo rodaban rumores de una investigación mayor, al mismo tiempo que el escepticismo ancestral de los dominicanos dudaba de que esto se pudiera dar.

Pero resulta que no solo se ha efectuado la acusación, sino que es mucho más abarcadora que lo que nadie presumía. Ojalá que tengamos la sensatez y madurez para entender la trascendencia de estos momentos, la templanza para actuar sin dejarse seducir por el hechizante llamado de la civilización del espectáculo, la serenidad para comprender la enorme tarea que tienen ministerio público y jueces que estarán a cargo, y la capacidad de entender que el discurso de que todo caso de investigación de corrupción es una persecución política no puede seguir siendo el argumento a utilizar, y que acciones reprobables de turbas violentas o huelgas de brazos caídos de funcionarios electos, no deben tratar de sustituir el derecho a la defensa y al respeto de las garantías fundamentales.

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