La idea reaparece, como un disco rayado: regularizar a los haitianos ilegales en República Dominicana. Empresarios, algunos miembros de la clase política nacional y tecnócratas posiblemente bien intencionados agitan el argumento de siempre: sin mano de obra extranjera no hay agricultura ni construcción. Y es probable que no les falte razón desde el punto de vista económico. Pero la economía no es la única variable que sostiene a un Estado.

No sabemos cuántos haitianos hay en el país. No tenemos control real sobre la frontera. No hay datos confiables ni censos actualizados. Es evidente que existe una mafia compuesta por civiles con apoyo militar (para hacerse de la vista gorda), que trafica con haitianos y que debemos enfrentar con firmeza; también, una parte de la elite económica nacional se beneficia de la mano de obra haitiana en condiciones paupérrimas, y con todo eso: ¿Cómo puede hablarse de regularización sin primero saber a quién se regulariza? Peor aún: ¿cómo iniciar un nuevo proceso si el anterior fue un fracaso documentado?
En 2013, mediante el Decreto 327-13, se creó el Plan Nacional de Regularización de Extranjeros (PNRE), ejecutado entre 2014 y 2015 por el gobierno de Danilo Medina. Se prometía orden, justicia y claridad. Se concedió un plazo de 18 meses para que los extranjeros, en su mayoría haitianos, pudieran regularizar su estatus migratorio, pero no funcionó.

En paralelo, la Ley 169-14, “que establece un régimen especial para personas nacidas en el territorio nacional inscritas irregularmente en el Registro Civil dominicano y sobre naturalización”, intentó resolver la situación jurídica de los hijos de extranjeros nacidos en el país sin documentación regular, y tampoco fue una solución.

Entre ambos procesos se invirtieron más de 2 mil millones de pesos (https://www.elcaribe.com.do/sin-categoria/gobierno-duplico-gasto-estimado-regularizacion/), y ¿cuál fue el resultado? Documentos vencidos, procesos truncos, listas incompletas y clientelismo.

El Ministerio de Interior y Policía llegó a admitir que, tras la emisión inicial de carnés, miles de extranjeros no completaron los requisitos de renovación ni de regularización definitiva. La Dirección de Migración quizás nunca tuvo control sobre el seguimiento. Ni siquiera las instituciones sabían cuántos quedaron dentro o fuera del sistema, lo cual evidencia una notable falta de coordinación institucional.

Al respecto, el primer ejercicio que debemos hacer es preguntarnos: ¿Lo ilegal puede generar legalidad? El principio de legalidad —columna vertebral del Estado de derecho— exige normas claras, aplicadas con rigor, no con sentimentalismo ni presión empresarial, por estas razones las deportaciones no pueden detenerse, claro con respeto irrestricto a la dignidad de las personas, a la Constitución de la República y a la Ley General de Migración 285-04. Lo demás es un peligroso populismo.

Regularizar sin control fronterizo, sin estadísticas reales y sin institucionalidad es como construir una “casa en el aire”, como el Vallenato de Rafael Escalona. Ya lo intentamos, y fallamos. Repetir el error sería insensato. Sería, también, una burla al Estado de derecho.

La regularización no puede ser una respuesta automática a las presiones del mercado ni a la debilidad del Estado vecino, si le podemos llamar Estado. Primero hay que ordenar la casa. Lo otro es convertir el caos en política pública. Y eso puede salirnos muy caro.
¡He dicho!

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