Ella estaba ahí. En la sala de cirugía asignada, completamente despierta, con su panza de 38 semanas, una mezcla de ansiedad, miedo y muchas expectativas. Era su segunda vez en ese escenario, pero eso no evitaba que el nerviosismo se instalara, como si fuera la primera.

En medio del frío quirúrgico y el sonido de esos instrumentos metálicos que uno desconoce, una frase volvió a su mente, una que había escuchado semanas atrás y que le había calado hondo sin quererlo: “La que no da a luz por parto natural no sabe lo que es ser mamá de verdad”. La había dicho la prima de una amiga, con ese tono de juicio disfrazado de opinión.

“Qué retrógrada”, pensó, intentando deshacerse de esa voz interna que cuestiona lo que no debería ser cuestionado. La anestesióloga la sacó de sus pensamientos: “Trata de sentarte y doblar la espalda lo más que puedas.” Con la barriga enorme, la tarea se volvió casi imposible… pero lo logró.

Poco después, llegó el picor, ese efecto casi inmediato de la anestesia, y en cuestión de minutos ya no sentía del torso hacia abajo. Solo podía mirar el techo, boca arriba, vulnerable pero valiente, completamente consciente de que en ese instante estaban atravesando sus siete capas de piel para llegar a su bebé. Y aunque ya lo había vivido antes, volvió a ser un momento único… confuso, maravilloso, lleno de vida y de temor.

Se debatía entre la consciencia y el sueño, entre el dolor emocional y la esperanza de lo nuevo. Después… lo demás. Como una película repetida que ya sabía cómo terminaba.

Las primeras 24 horas sin moverse, con un cuerpo que no responde y una mente que quiere hacerlo todo. El intento de amamantar en esa posición forzada, con sed, con hambre, con cansancio. La primera vez que se sentó al borde de la cama y sintió que el mundo daba vueltas. Ese primer paso, torpe y doloroso, que le recordó exactamente cada una de las capas que le habían cortado.

Cargar a su bebé. Extrañar profundamente a su primogénito. Volver a casa y tratar de mantenerse de pie. Arrullar, dar pecho, cambiar pañales… y en cada movimiento, una punzada. Una memoria física del corte. Una herida que va cerrando por fuera, pero sigue abierta por dentro.

Y ahí estaba una vez más: sumergida en ese mar intenso llamado postparto, donde todo duele y todo ama. Donde las lágrimas se mezclan con la poca leche que logra extraer. Donde el cuerpo aún sangra, pero el corazón late más fuerte que nunca.

Porque dar vida por cesárea no es algo ligero. No es más fácil. No es menos valiente. Es otra forma de atravesar el umbral, con el cuerpo abierto y el alma también. Y si alguien aún lo duda… que vea a una madre renacer mientras sana. El postparto, la cesárea, el cuerpo que duele y el alma que late y ama con fuerza.

Este texto nace desde la herida literal y emocional de una madre que volvió a pasar por ese túnel de amor, miedo y renacimiento.

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