Existe una categoría de delito contemplada en nuestro ordenamiento jurídico penal denominada “Crímenes y delitos de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones” que, no obstante ser muy discutida en escenarios mediáticos, es poco conocida en el país en términos académicos.

A pesar de que los delitos cometidos por funcionarios públicos se encuentran duramente sancionados en disposiciones diseminadas por todo el Código Penal y diversas leyes, nuestros servidores, cuando hablan de la corrupción, parecen desconocer muchas de estas previsiones.

Es necesario reconocer que desde las mismas universidades se descuida el tema, toda vez que, a pesar de su importancia, no es tratado como una materia particular ni al menos como parte prioritaria del Derecho Penal. Por tales deficiencias y por la situación actual de denuncias constantes de funcionarios y ex funcionarios presuntamente corruptos, es apropiado recordar algunas cosas.

Desde el Derecho Romano, las leyes penales se han dedicado a la protección del poder político, por eso, los ataques a la soberanía eran constitutivos de delitos de Lesa Majestad. Esto constituyó el germen de los delitos cometidos por los funcionarios públicos.

Se trata de la estrecha vinculación del Estado con sus agentes, entre los que hay un deber de fidelidad, por lo que lo protegido es la obediencia que el funcionario debe al Estado. Por ende, el bien tutelado es la función pública, merecedora de tutela penal tanto frente a los ataques que en el seno interno de la administración protagonizan quienes desempeñan funciones públicas, como frente a los atentados externos perpetrados por personas ajenas a esa función.

En sentido lato, se entiende que “funcionario” se refiere al agente que en calidad de titular pertenece a los cuadros permanentes de la Administración pública. Por ello, cabe resaltar a Ulpiano cuando se refería al funcionario corrupto “como el que de pie se apoya en dos partes, el cual ayuda a la parte contraria haciendo traición a su propia causa”.

Es imprescindible castigar las inconductas de los funcionarios públicos que ejercen las potestades que el derecho les confiere burlando el derecho. Sin embargo, no se trata de evitar que el funcionario se coloque en una situación conflictiva entre los deberes de su función y su interés personal, sino de castigar una especulación cuya inmoralidad reside en el abuso de influencia, aunque resulte sancionado igualmente el abuso de función.

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