Como Santiago Nasar, cuya muerte fue anunciada y era conocida en el pueblo de Riohacha en la obra de García Márquez, hay delitos a la vista de todos que, a fuerza de la costumbre y del silencio general, navegan en el mar de la impunidad, gracias a la complicidad colectiva. La corrupción es el ejemplo más sintomático de cómo se va formando el monstruo que se alimenta y se extiende hasta que sus tentáculos se hacen prácticamente invencibles porque muchos la consideran ordinaria. No hay hechos graves que puedan florecer y dar sus amargos frutos sin el abono de la indiferencia y el conformismo del entorno que hace expandirse sus ramas y sean más difíciles de arrancar. Se trata, entonces, del resultado de un esquema mafioso donde muchos lo hacen posible por acciones directas y otros, porque han preferido desentenderse.

En las cadenas de trata de personas o abuso de menores hay un tinglado de actores principales, pero también secundarios que los dejan pasar, invadidos por la desidia y la indiferencia, de bido a que no hubo quien quisiera evitar su ocurrencia. La violencia de género se caracteriza por una conducta permanente, repetida y pública que desemboca en tragedia y en la que nadie se ha molestado en alzar la voz, porque prefieren prestar oídos sordos a los gritos de ayuda. El tráfico de drogas no es posible sin una cadena de complicidades.

No se trata de ser héroes para defenderse los males del mundo y poner en peligro nuestras vidas, pero tampoco ser utilería de puesta en escena que, de manera acomodaticia e irresponsable, ayude en el montaje. En muchas ocasiones, la fuerza de las estructuras delictivas no proviene necesariamente de sus propios miembros, habida cuenta de que logran posicionarse por la dejadez del resto que, con su pasividad, normalizan lo incorrecto o peor aun, lo justifican.

Incluso el delincuente más sagaz no actúa siempre en la clandestinidad, debe servirse de los que no alcancen a denunciarlo y cuenta con ello para sus fechorías, sin siquiera tener que amenazarlos. La anestesia general de reaccionar solo cuando se ha afectado algún interés propio es el perfecto hábitat para que se generen atentados contra el orden público en una sociedad que observa estupefacta esos desafueros cuando ha sido ella misma la que, en su momento, decidió cerrar los ojos.

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