El tema de la competitividad ha retornado al debate en el país. Se han vuelto a disparar las alarmas porque los resultados más recientes del Índice de Competitividad Global de 2017 del Foro Económico Mundial muestran que, comparado con otros, el país retrocedió de manera significativa. Se ubicó en la posición 104 de un total 140 países. En 2016 estaba en la posición 98. Este retroceso no es coyuntural y parece parte de una tendencia. Entre 2007 y 2010 el país osciló entre las posiciones 93 y la 98, pero desde 2011 ha estado casi todos los años por encima de la posición 100.
Además, los indicadores de comercio que reflejan la capacidad de la producción de bienes y servicios de competir en los mercados internacionales continúan siendo muy poco alentadores. Las exportaciones de bienes están virtualmente estancadas en cerca de 10 mil millones de dólares, la participación del país en las exportaciones mundiales es actualmente equivalente a poco más de un 60% de lo que era a inicios de la década pasada, y la producción nacional enfrenta crecientes dificultades para competir con las importaciones en un contexto cada vez más abierto.
El turismo, por fortuna, ha mantenido un buen ritmo de crecimiento pero difícilmente pueda cargar con todo el peso de la inserción internacional del país, aún con modelo post-todo incluido, con una oferta más diversificada y en el que el gasto por turista y la estadía media sean mayores.
Salarios, impuestos, oligopolios
Frente a lo anterior, la tendencia natural es a preguntar sobre las causas del estancamiento o el retroceso competitivo para de allí derivar una agenda que las enfrente. Las respuestas suelen concentrarse en aquellas vinculadas a todos los elementos que acrecientan los costos de producir. Las más destacadas son los costos laborales como los salarios, las contribuciones a la seguridad social y el pasivo laboral asociado al costo de despido, los impuestos, los costos de transporte y energía, y aquellos vinculados a la burocracia pública y los permisos, en particular el asociado al tiempo que toman esos procesos. Con frecuencia también se apunta al tipo de cambio, en particular a la sobrevaluación, esto es, a un valor de la divisa por debajo de un nivel considerado deseable.
De allí que con igual reiteración se hable de contener las alzas salariales, reducir las cargas de la seguridad social y las otras obligaciones, reducir impuestos u otorgar exenciones o subsidios, romper los carteles del transporte, eliminar permisos y hasta regulaciones, y devaluar la moneda como las vías para mejorar la competitividad. Esa es una apuesta que, en general, privilegia reducir costos y finalmente precios, para así incrementar las ventas, y tiende a ignorar lo que se puede hacer para incrementar la productividad.
Un serio problema que tiene este abordaje es que alguien termina pagando los costos y la competitividad se gana perjudicando a muchos. Si se reducen las remuneraciones laborales, serían los y las trabajadoras quienes saldrían perjudicadas. Las exportaciones podrían aumentar pero a costa de quienes trabajan. Sólo beneficiaría a quienes no trabajan si el aumento de la producción y las exportaciones reduce el desempleo y esto no siempre es así porque hay capacidad ociosa que se puede utilizar.
Si se reducen impuestos o se otorgan subsidios, el costo lo puede terminar pagando toda la sociedad, y en especial los más pobres, en la forma de menos servicios públicos e infraestructura o de menor calidad.
Romper las prácticas monopolísticas como las del cartel del transporte es una obligación de la política pública. Redistribuye renta (dinero no ganado en base a productividad sino de forma espuria en base a poder de mercado y/o privilegios políticos) desde los monopolios u oligopolios hacia sus clientes. Esto puede beneficiar también a los clientes de éstos últimos como los compradores extranjeros de mercancías o servicios nacionales con precios más bajos.
Lástima que el argumento pocas veces se haga completo, y que sólo enfrente a los “tígueres del transporte” ignorando las extendidas prácticas monopolísticas del empresariado establecido. ¿Cuánta competitividad pierden los hoteles por comprar cerveza del monopolio a sobreprecio o las exportaciones de productos del agro al adquirir insumos en un mercado tan concentrado como el de agroquímicos?
Es cierto que no en todas las circunstancias esas políticas son sólo un “juego suma cero”, donde lo que ganan unos lo pierden otros. Por ejemplo, es posible que haya costos laborales que sean redundantes, por lo que eliminarlos o reducirlos no perjudica a los trabajadores, y beneficia a los empleadores o a ambos. También es posible que reducciones de impuestos resulten en más actividad y que eso compense las recaudaciones perdidas, ya sea parcial, totalmente o más que eso. De igual forma, enfrentar las prácticas monopólicas tiene efectos de eficiencia económica más allá de las actividades directamente envueltas debido a las relaciones entre sectores económicos. De allí que las alternativas ameriten ser evaluadas cuidadosamente.
Competitividad espuria y competitividad auténtica
A pesar de eso, deprimir costos a través de la redistribución (quitarle a uno para que gane el otro) parece ser un elemento destacado de esas políticas que pretenden ganar competitividad.
Desafortunadamente, competir en base a costos es una trampa porque lo que tiende a hacer es a poner sobre los hombros de otros los costos de lograrlo. Alguien termina perdiendo, generalmente los más débiles, mientras que los beneficios se concentran y probablemente sean efímeros porque algún otro país podrá ir más lejos empobreciendo a su gente o a su Estado.
Fernando Fanjzylber, fenecido economista de la CEPAL, acuñó el término “competitividad espuria” para referirse a las ventajas inmediatas de tomar esta avenida. En oposición, propuso lograr “competitividad auténtica”, esto es, una que apueste por incrementar la productividad, y la agregación de valor y contenido tecnológico a los productos y servicios. Sin quitar méritos al efecto de aliviar los costos de producción, son éstos los elementos que le dan verdadero dinamismo a las exportaciones y a la producción que compite con las importaciones.
Por eso, la pregunta más importante no es dónde o cómo reducir costos para ganar competitividad y exportar más, sino cuáles son los arreglos necesarios para hacer que las empresas y personas sean más productivas, más capaces de agregar valor y de competir a nivel internacional y para que, simultáneamente, un número cada vez mayor de personas se beneficien de ese proceso creando oportunidades.
El objetivo no debe ser simplemente vender más sino vivir mejor, y eso sólo se logra con el aprendizaje tecnológico de personas y empresas, y con el mejoramiento de las capacidades y destrezas para producir y para innovar. Eso significa tener la habilidad y el estímulo para crear nuevos productos, servicios y procesos de producción, y para adaptarlos a contextos específicos y al cambio de las circunstancias de mercado.
Un país auténticamente competitivo no es tanto uno que vende barato porque paga poco por el trabajo y los insumos, sino uno que lo hace porque es muy productivo, que es capaz de hacer las cosas cada vez mejor y de hacer nuevas cosas con más frecuencia.
Lograrlo pasa por construir un entorno institucional que estimule el aprendizaje y hacer negocios, un Estado que provea lo necesario para lograrlo, y un empresariado y un sector productivo más consciente y comprometido con el cambio y el éxito de largo plazo que obsesionado con las ganancias de corto plazo.