Ni abolicionismo extremo, ni populismo penal

Uno de los problemas que, a mi modo de ver, dificultan muchas veces una discusión fructífera sobre la política criminal más adecuada para una nación que, como la República Dominicana, pretende construir un Estado Social y Democrático de Derecho,&#8

Uno de los problemas que, a mi modo de ver, dificultan muchas veces una discusión fructífera sobre la política criminal más adecuada para una nación que, como la República Dominicana, pretende construir un Estado Social y Democrático de Derecho, son las posiciones extremas que muchos actores, opinantes y hasta operadores del sistema de justicia asumen frente al fenómeno de la criminalidad.

Las dos tendencias que se manifiestan son el neo-punitivismo que reclama mayores castigos contra ciertos delitos, en la versión “populista” que se expresa en el discurso de algunos actores políticos, y el abolicionismo, como corriente negadora de toda eficacia y utilidad del derecho penal.

El Derecho Penal del último siglo se caracteriza por una doble dinámica. La primera de ellas es su carácter expansivo, que se explica por la necesidad de tutelar penalmente algunos bienes jurídicos o intereses que no existían o no nunca fueron lesionados o puestos en peligros como en tiempos recientes. Y la segunda dinámica propia del Derecho Penal es el carácter mínimo o de última ratio (fragmentariedad) que se le reconoce al Derecho Penal desde los tiempos del marqués de Beccaria, y que hoy es, sin duda, una premisa indiscutible de todo ordenamiento penal.

En el caso dominicano, nuestra política criminal, desde el punto de vista teórico, ha abrevado en las corrientes más cuestionadoras de la criminología crítica (de escasa influencia en estos tiempos), parte de la teoría del conflicto como criterio que explica el hecho penal, y suscribe la creencia de que su persecución y sanción es un simple acto de violencia por parte del Estado. Ello, lógicamente, no se aprecia en el discurso de las máximas autoridades, partidarias siempre de una declarada lucha contra el delito y hasta de la “tolerancia cero”, pero sí en la praxis diaria, en instrucción de muchos de los casos.

Es enteramente cierto que el aumento de las penas, en sentido general, no contribuye a solucionar el problema de la criminalidad, pero ello no impide que el legislador pueda agravar las consecuencias jurídicas de ciertas lesiones o atentados contra determinados bienes jurídicos, en casos excepcionales, o crear nuevos tipos. Pero, una cosa es esa, y otra, como pretenden algunos, es proclamar la inutilidad de las penas, porque la gente sigue delinquiendo, lo cual resulta falaz, porque equivaldría a negar la posibilidad de que alguien reciba quimioterapia porque el cáncer no dejara de existir. Esta creencia, típicamente abolicionista, en nada contribuye a formular una política criminal realista.

Si creemos en la posible resocialización del infractor y en la necesidad de reducir los niveles de violencia y criminalidad, el apartamiento que implica la privación de libertad es, en muchos casos, la única forma de exponer a personas en conflicto permanente con la ley a los programas de rehabilitación que le permitirán volver al medio libre como un ente sociable y productivo.

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