El bolero dominicano: vicisitudes de un género cautivo (1 de 2)

Otra vida se inicia en el país a partir de los años 60. La ciudad de Santo Domingo crece desmedidamente y se transforma en poco menos que una metrópolis. Con grandes carencias de servicios, es cierto, pero ya una ciudad grande, que opera como tal.&#823

El bolero dominicano: vicisitudes de un género cautivo (1 de 2)

Muchísimas gracias y muy buen día a todos los que madrugaron para oírnos hablar de una música que justamente existe en las madrugadas. Aunque es un contrasentido hablar de boleros a las 8:30 de la mañana –cuando es ésa la hora en que un bolerista&#

Otra vida se inicia en el país a partir de los años 60. La ciudad de Santo Domingo crece desmedidamente y se transforma en poco menos que una metrópolis. Con grandes carencias de servicios, es cierto, pero ya una ciudad grande, que opera como tal. Y en esos días nace y se arraiga un bolero cuyos temas, en lo musical, están vinculados a la música norteamericana, a la canción cubana y a la expresión más reciente de la música
brasileña.

Hablamos del 60, el 61, el 62. Ya en Cuba, en 1947, César Portillo de la Luz había escrito ‘Contigo en la distancia’, que se admite como la obra inaugural del bolero moderno. ¿Y qué ocurría en el Caribe durante esos años? Sólo que César Portillo de la Luz no era un fenómeno aislado. En Cuba, su isla, vibraban las canciones de José Antonio Méndez y René Touzet; tanto como en México Mario Ruiz Armengol y Vicente Garrido fraguaban capítulos insignes de aquella nueva música; de aquel insólito bolero entretejido de secuencias y acordes complejos, que se alejaba de las estructuras sencillas que sostenían, por ejemplo, las canciones de Salvador Sturla, de Lockward y del propio Agustín Lara. Era un nuevo grupo de creadores apuntando a una modalidad de bolero mucho más profunda y cabal desde el punto de vista de la música, con registros armónicos feraces y melodías notablemente mejor elaboradas.

Un proceso similar (algo tardío, como dije) ocurre en la República Dominicana después de 1960. La obra de compositores con la categoría de Rafael Solano, Manuel Troncoso y Nelson Lugo estrena un espacio artístico de trascendencia equiparable a la de los cubanos y mexicanos que surcaban el inteligente arrebato del bolero moderno. Pero, además, esa nueva música expresaba la premura derivada de existir en los laberintos de la ciudad grande. Y las porfías de la introspección, la duda existencial y la incomunicación llegaron, de pronto, como los motivos de un canto que germinaba: “¿Dónde estabas tú / cuando llegó el amor / a tocar las puertas de mi corazón?”

En síntesis, la generación de compositores del 60 abandona la poética del bolero sencillo, parroquial, coloquial que se daba en el país durante los años de la dictadura. Hace unos momentos hablé de arritmia. Y habría que entenderla como fruto amargo de la cerrazón en que vivimos por más de 30 años. Como ha dicho José del Castillo, nadie tenía pasaporte para viajar; era indispensable solicitarlo con una anticipación muchas veces irritante.

Entonces, cabe aquí la pregunta: ¿qué ocurre después del bolero de Solano, Troncoso y Lugo? Pues, sencillamente, aparece un fenómeno –algo imprevisible, algo extravagante– que es la bachata. ¿Pero, así las cosas, qué es la bachata? Digamos que, en sus arranques, se trató de una expresión pseudo musical originada en los extrarradios urbanos; en esos cordones de marginalidad que la migración rural engrosó en torno a las ciudades más o menos grandes del país. Como era previsible, la expresión ‘bachatera’ vino en sus inicios adosada a una palabrería tosca, embrionaria, ineducada y con vestigios de oscuros abandonos. Una vez señalé que la bachata era algo así como un tango escrito por un analfabeto. En realidad, los argumentos eran similares a los del tango: la tragedia, el amor despechado, la frustración, la venganza. Sólo que el tango lo escribían músicos y poetas fabulosos, con aliento artístico y educación muy distantes de quienes, en nuestra tierra, maquinaban la bachata.

Pero no todo está perdido. El género descarriado se topa, de improviso, con un trío de astutos individuos: Juan Luis Guerra, Víctor Víctor y Luis Días. ¿Y qué ocurre, después? Pues, a contrapelo del borroso inicio de este mejunje, aquellos jóvenes comienzan a ‘bachatear’ (valga el verbo) con destreza, con imaginación musical y un cierto aliento poético. Diríamos, en pocas palabras, que se apropian de aquella criatura desvalida, desguarnecida, y la rescatan con la aplicación de una dosis masiva de humor. Y esa, a mi juicio, fue la gran metamorfosis capaz de salvar la existencia de la bachata: transitar de los temas del ‘amargue’ hacia las visiones bufas del ‘guachimán’ de Luis Días, que una Sonia Silvestre (mimetizada en fámula) interpretaba con destreza. En tal caso, la bachata dejaba de ser así el espontáneo ‘tango escrito por un analfabeto’, para transformarse en una paródica representación, jocosa, de los avatares y la cultura de la pobreza; construida, con objetivos distintos (‘non sanctorum’), por educados e inteligentes artistas de clase media alta.

Entonces, de aquel primitivo frenesí bachatero de ‘enramada’ sólo quedarían (como rastros, quizá) las huellas gestuales, digamos: los ademanes de áspera fruición de ese ingenuo bailoteo. Aunque, según dice Marcio Veloz Maggiolo, las cabriolas de la bachata reproducen la forma en que se bailaba el merengue a principios del pasado siglo.

Lo cierto es que tendremos que vivir con la bachata. Pero no con la bachata épica (la homérica del castrense y la criada), sino con la bachata trivial, la que hacen hoy (‘light’, descafeinada, indolora, desdramatizada, ‘cholesterol free’) Juan Luis y Víctor Víctor.
Parece que ya es un visitante que se quedó en nuestra casa. Ahora debemos darle alimento y reclamar, como debe ser en-esta-hora-difícil-de-la patria, que los grandes literatos y músicos dominicanos contribuyan a mejorar algo que brotó a modo de un incierto capullo sombrío en el predio del abandono social y la indigencia, y que ahora ocupa un puesto citadino, un celebrado espacio de legitimidad ciudadana.

Yo diría que en algún momento oiremos una bachata del maestro Rafael Solano, cantada por Francis Santana. (Ambos están en el auditorio. El maestro Solano sonríe con discreción; y Francis, de voz en cuello, vocifera: ‘Imposible, que ni la haga. Yo nunca en mi vida cantaré una bachata’). Habrá que oírla, Francis. Habrá que oírla, porque la realidad es tozuda y casi nunca ha de ser lo que uno desea. Despertamos un día, y el dinosaurio todavía estaba allí. Ya es tarde, Francis. Ya está ahí, se instaló y tiene un propósito definido. Creo que es la hora de que los grandes músicos y poetas dominicanos tomen la bachata en sus manos. Que tomen el toro por los cuernos (¿tenían cuerno los dinosaurios?), y hagan por lo menos una obra digna, meritoria. En sus inicios, Juan Luis Guerra procedió muy bien: se acercó a los libros de Cortázar, tomó imágenes de la ‘Rayuela’ e hizo ‘Burbujas de amor’, la bachata del pez: ‘Quisiera ser un pez / para tocar mi nariz en tu pecera’. También se nutrió con imágenes y frases de Neruda, y muchas visiones curiosas, de un surrealismo un tanto exaltado, brotaron en ese periplo.

Ahora pienso que se puede; a este género, que no supusimos que apareciera, pero que llegó, creo que debemos otorgarle atención, porque tiene hoy harto más vigencia en la población que las formas tradicionales del bolero. Ya muchos turistas, que ignoran el inventario de nuestro riquísimo bolero, entienden que la bachata es el bolero dominicano. Esto así, aunque muchos todavía se cubran oídos, ojos, boca y nariz cuando de husmear en la bachata se trate.

Yo querría terminar esta conversación tan grata con todos ustedes diciendo que en la tarde de hoy circulará la segunda edición del libro que Marcio, José y yo hicimos hace tres años y medio para la Colección Cultural auspiciada por Codetel. Los esperamos a las 6:00 p.m., con la intención de que este libro, donde aparecen muchas ideas de las que hemos intercambiado aquí, les sirva a todos para formarse una visión de algo que fue y siempre será una gran pasión dominicana: el bolero. Muchísimas gracias. l
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Transcripción de la segunda parte (modificada, intencionalmente mal memorizada y con agregados ficticios ‘ma non troppo) de la conferencia sobre el bolero dominicano en el III Congreso Internacional Música, Identidad y Cultura en el Caribe; Abril de 2009; Centro León, Santiago de los Caballeros, R. D.

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Muchísimas gracias y muy buen día a todos los que madrugaron para oírnos hablar de una música que justamente existe en las madrugadas. Aunque es un contrasentido hablar de boleros a las 8:30 de la mañana –cuando es ésa la hora en que un bolerista que se respete ha de acostarse– hagamos la excepción.

Ya Marcio (Veloz Maggiolo) y José (del Castillo) han traído muchas ideas. De mi parte quisiera, un poco, conceptualizar el bolero en sus tradiciones, en sus influencias, en su lenguaje y luego, al final, hacer un intento de periodización del bolero dominicano; una idea que me tocó formular hará casi diez años.

¿Qué es el bolero, a fin de cuentas? Se han dado muchísimas definiciones. Alguien, cuyo honrado nombre no me viene a la mente, afirmó que el bolero, contrario al juicio de Santos Discépolo sobre el tango, no es un ‘pensamiento triste que se baila’ sino, más bien, un deseo jubiloso que se baila con el pensamiento instalado en el cuerpo; esto es, en el bolero el pensamiento es el cuerpo.

Pero ya desde otra perspectiva, el bolero no es sino el entronque con una tradición que se inicia, probablemente, en el siglo XI en Provenza, donde Denis de Rougemont afirma que surgió la noción de amor que hoy los occidentales practicamos; la manera como se ama hoy, como se ve la mujer, como se entiende la figura femenina en nuestro tiempo; digamos, lo que es ahora el concepto de amor-pasión. Denis de Rougemont, en un libro clásico llamado El amor en Occidente, propone que esa erótica nace en la Francia occidental, en la Provenza, en los días de Guillermo IX, duque de Aquitania. Pero era también aquella la época de los trovadores, de unos artistas populares que declamaban y cantaban temas amorosos en las calles, en lo que ahora llamaríamos serenatas.

Existe un gran acervo de canciones provenzales, de los siglos XI, XII, XIII, que tienen mucho que ver con los temas; quizá no con las cadencias de un género como el bolero, pero sí de seguro con sus argumentos. En aquel instante de la historia la mujer hubo de transformarse en un impetuoso objeto de deseo amoroso, y la conquista de sus favores fue el incitante desafío pasional que ante sí tuvieron los heroicos Caballeros Andantes.
Yo recuerdo un libro llamado Tirant lo Blanc, que es una novela caballeresca del siglo XV, en la que su autor Joanot Martorell trae una frase que luego el doctor Joaquín Balaguer evocará en su canción Lucía. Al describir la blancura, casi la luminosidad de una mujer, dice Martorell, más o menos así, que ‘su piel era tan blanca que se veía el vino al pasar por su garganta’. Es una imagen muy sugestiva y el doctor Balaguer, cinco siglos después, la hizo suya: ‘A través de su carne transparente…’, y ya sabemos la historia.

Se entiende hoy día que las primeras manifestaciones del bolero se dan a fines del siglo XIX en Cuba. Es ya una verdad convencional que José ‘Pepe’ Sánchez inaugura el género con el bolero ‘Tristeza’ en los últimos años de aquella centuria. Sánchez era un sastre y guitarrista aficionado que vivía en Santiago de Cuba. Tenía allí un grupo que se reunía a cantar en las noches. El bolero de esa época no era bailable, no tenía tal pretensión. Era el bolero de la trova, de las serenatas, el bolero de las tertulias.
Ya en los inicios del siglo XX, los poetas modernistas como Rubén Darío y Amado Nervo ejercerán su influencia sobre los compositores de boleros. Este es el caso de Agustín Lara cuando dice: ‘El hastío es pavo real que se aburre / de luz en la tarde…’. Me parece una frase de inspiración ‘dariesca’, y a Lara le sale muy bien. Como he dicho, desde sus remotas raíces provenzales, el bolero ha sido lo mismo: la exaltación del amor, de los anhelos y las frustraciones del ardor pasional.

El bolero nuestro es algo tardío. Las primeras expresiones de la canción dominicana –los años 10 y 20 del pasado siglo— son más bien las denominadas ‘criollas’; en las que, si bien el tema es parecido al del bolero, su estructura rítmica no lo es tanto. (El bolero fluye por lo general en compases de cuatro por cuatro; en tanto la criolla, en su tramo inicial, se asocia a la familia de los valses, con secuencias de tres por cuatro).

Se me ocurre que los boleros dominicanos comienzan con Salvador Sturla, pero los temas de don Salvador están muy vinculados en el ritmo al danzonete cubano. ‘Amorosa’ y ‘Azul’, por ejemplo, son prácticamente danzonetes. Admiremos entonces el hechizo musical de don Luis Alberti, quien extrajo el alma de bolero que habitaba en esas canciones y logró que nuestros padres se abrazaran al escucharlas en las noches de luna sobre el Jaragua.

Los primeros auténticos boleros dominicanos (con influencias innegables de lo que se hacía en otros países, principalmente Cuba) los escribe a mi juicio Manuel Sánchez Acosta, quien alrededor de 1940 ya había compuesto ‘Paraíso Soñado’, ‘Ven’, ‘A primera vista’ y otras canciones que aún tienen vigencia y que han resistido muy bien el paso del tiempo. Los boleros de Manuel los canta la gente, todavía los disfruta el público y tienen salud, pues son estructuras melódicas y armónicas de gran vitalidad, que navegan con fluidez inclusive en otros contextos armónicos.

Ya en los años 40 y 50 surgen numerosos compositores: Juan Lockward, Moisés Zouain, Papa Molina, Bienvenido Brens, el maestro Luis Kalaff –que está aquí con nosotros–, Bullumba Landestoy, Armando Cabrera, Cuto Estévez. También emergen compositores raros, como es el caso de Tony Vicioso, quien en su corta vida escribió canciones insólitamente hermosas.

Pasa el tiempo y, alrededor de 1960, llegamos al ‘divortium acuarium’, a la divisoria de las aguas. Como ya señalé, hace algunos años propuse una periodización del bolero dominicano con dos ciclos muy claramente definidos. En el primero, que llamé del bolero ‘pre-urbano’, cabía un manojo de compositores abrazados a ideas musicales sencillas, con temas también de cierta ingenuidad en los que asomaban expresiones diversas del amor provinciano. Como autor distintivo de esa etapa consideré a Juan Lockward. El segundo período, que me permití denominarlo del bolero ‘urbano’, comenzó al final de la dictadura y nos trajo, como figuras principales, a Rafael Solano, a Manuel Troncoso y a Nelson Lugo. Manuel Troncoso, sin duda alguna, caracterizó esta nueva edad del bolero dominicano. 

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