La calidad del déficit fiscal

En la sociedad dominicana, el término déficit fiscal es anatema al menos por dos razones. Primero, porque existe la idea de que todos…

En la sociedad dominicana, el término déficit fiscal es anatema al menos por dos razones. Primero, porque existe la idea de que todos los déficits generan procesos de endeudamiento que obligan a la postre a hacer importantes sacrificios económicos y sociales. Segundo, por la gran insatisfacción con respecto a la calidad del gasto del Estado. Un mayor déficit se tiende a asociar a un gasto improductivo acrecentado.

Se trata de dos ideas distintas. La primera se asocia en mucho a la llamada “crisis de la deuda” de los 80 y al traumático ajuste derivado que recayó en mucho sobre los pobres. De esa crisis, sólo en parte puede responsabilizarse a los países y Estados afectados. Pero también se vincula a un discurso económico tradicional que ha sido cuestionado teórica y empíricamente y que sataniza al Estado y al déficit fiscal. En contraste, hay que indicar que un déficit oportuno y bien manejado ha sido y puede seguir siendo un arma poderosa contra la recesión y el desempleo, y que puede y debe contribuir a apuntalar las ventas, dinamizar la producción y a colocar al Estado en una mejor posición para pagar la deuda asociada gracias a unas recaudaciones mejoradas.

Sin embargo, no debe interpretarse que, por oposición a la visión conservadora, gastar más es siempre mejor que gastar menos y que siempre hay recursos para tomar prestado sin mayores consecuencias. Aunque los y las economistas heterodoxos tendemos a favorecer un Estado fiscalmente activo que procure sostener el crecimiento y el empleo, esto no debe llevar a ver de manera acrítica cualquier déficit en procura de, por ejemplo, contrarrestar los efectos de un entorno económico adverso. Por ejemplo, en el caso de una economía pequeña como la dominicana que depende críticamente de los ingresos de divisas para crecer porque importa el grueso de los bienes de inversión, insumos y tecnología, un déficit que empuje un crecimiento por encima del que permiten esas divisas tiene un importante potencial inflacionario.

La segunda idea, que ha sido menos estudiada, es una poderosa y plantea preguntas cruciales. ¿Qué gasto está financiando el déficit? Más allá del empleo que pueda ayudar a crear o a defender, ¿qué impactos concretos tendría ese gasto en la calidad de vida de la gente? ¿Está financiando iniciativas que contribuyen a fortalecer las capacidades humanas y a convertir a la gente en personas más productivas y más libres? ¿Contribuye a construir una sociedad más igualitaria, una sociedad de derechos y con más oportunidades? ¿Está ayudando a transformar las cuestionadas instituciones o más bien a perpetuarlas? ¿Contribuye a fortalecer la infraestructura productiva?

Todas esas preguntas apuntan a la idea de que cuando se evalúa el déficit y sus implicaciones, necesariamente hay que evaluar la calidad del gasto público en general y, si es el caso, la calidad de las iniciativas específicas que se estaría financiando con el déficit. Más generalmente, estas preguntas se refieren a la calidad del Estado mismo, al rol que juega, a las decisiones que toman sus responsables, a la dirección del gasto público y a la forma en que se ejecuta dicho gasto.

En ese sentido, hay un fuerte escepticismo. A pesar de algunos avances normativos e institucionales en la materia, la toma de decisiones respecto al gasto del Estado sigue siendo muy concentrada y muy poco sujeta a una contestación efectiva por parte de la sociedad, y el Congreso no juega un papel de evaluación, contrapeso y fiscalización. La dirección del gasto también es cuestionable, en especial por el bajo peso de la inversión social, la concentración territorial del gasto es desconcertante y la opacidad con que se gasta es indignante, especialmente en lo relativo a proveedores y contratistas.

Los cuestionamientos sobre el gasto y el déficit tienen mucho más sentido en un período electoral como el actual en que el afán de continuismo tiende a desbordar las débiles instituciones. Es por ello que, más allá de sus virtudes o defectos macroeconómicos, la calidad del gasto es crucial para evaluar la pertinencia del déficit. En el marco descrito, hay razones más que suficientes para el escepticismo. l

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