Contrapunto triste

El mundo ha comenzado sin el hombre y terminará sin él.Claude LÉVI-STRAUSS Un decreto de Buenaventura Báez concede la amnistía a Eusebio Puello. A finales de 1855, él está en la línea de fuego contra los haitianos…

El mundo ha comenzado sin el hombre y terminará sin él.
Claude LÉVI-STRAUSS

Un decreto de Buenaventura Báez concede la amnistía a Eusebio Puello. A finales de 1855, él está en la línea de fuego contra los haitianos en la Sabana de Santomé. Eusebio ha logrado aplastar, en el 1858, todos los movimientos sediciosos del sur. Cuando Santana lo llama a una reunión de oficiales en la capital, para tratar todo lo relacionado con la anexión a España —eran los últimos meses de 1860—, ya los acontecimientos de una década han borrado su rencor contra el caudillo seibano.

(De mi padre supe muy poco. Sólo tres o cuatro veces lo tuve cerca. Se llamaba Manuel. Recuerdo que me estrechaba entre sus brazos mientras cantaba en voz baja. Era tibio y era bueno. Hablaba con tono grave de cosas que yo apenas entendía. Tenía los ojos repletos de pájaros. Tenía amigos. Tenía fe. Me dicen que soñaba despierto. Viajaba, se escondía, desaparecía, huía. Su vida era un largo camino hacia el ensueño).

Elías Canetti no conoció a los dominicanos. Y, por supuesto, su mirada no llegó hasta las criollas que emigraban a Europa y se exhibían en las vidrieras de Amsterdam, o se contoneaban en los bares nocturnos de Hamburgo y Madrid, o hacían el oficio doméstico en Oviedo y Milán y Barcelona. Si hubiese intuido nuestra andadura, desde luego, habría descubierto que el símbolo de masa de los dominicanos es la “yola”.

Eusebio enarbola la bandera española el 20 de marzo de 1861 en San Juan de la Maguana (sólo un día necesitó para hacerlo). En Sabana Buey despeña por las barrancas a 300 dominicanos fugitivos. Conquista a San Cristóbal después de ganar peleas, el mismo día, en Fundación, Mojacasabe y Palmar de Fundación. Triunfa, también, en Manoguayabo, Cambita, Doñana y Yaguate. La corona española le impone la faja de Mariscal de Campo. Pero España pierde la guerra en el 1865, y Eusebio sale entonces a Cuba con las vencidas huestes ibéricas.

(Un día se fue a la montaña. Eran doce. Con utensilios ligeros, caminaban sin descanso. Se arropaban con las hojas. Dormían en el suelo. Comían raíces y lagartos. Luego otros hombres subieron a la montaña para buscar a los doce sublevados. Los rastrearon, los persiguieron, los encontraron. Se dice que murieron diez en un combate, acribillados los cuerpos. Dos sobrevivieron. Uno de ellos era mi padre).

Emblema de sobrevivencia, signo de permanencia, la dominicanidad es el futuro que se refleja y navega en el océano de piedra de un pretérito sin hora. La yola es la unidad que nos fraterniza en la travesía aciaga, en el impulso centrífugo que nos obliga a salir de nosotros mismos, a romper con nuestra propia semejanza; a ser “lo otro”, a mimetizarnos: a convertirnos en “el otro”.

Céspedes proclama la independencia cubana el 10 de octubre de 1868. Un coronel dominicano, blanco, comanda la ‘carga al machete’: Máximo Gómez. En el mismo inicio de la ‘gran guerra’ cubana, Eusebio (dominicano, de 57 años, Mariscal de Campo del ejército español) recibe el encargo de comandar las tropas españolas que operan en Sancti Spiritus, Morón, Remedios y Ciego de Ávila. El combate de las Minas de Juan Rodríguez le cuesta 200 muertos y algunas heridas de bala.

(El puñado de hombres ha recorrido un camino largo y ahora se detiene al lado de un roble mohoso. Hay ocho con uniformes, con botas, con fusiles. Los otros dos: descalzos, con la ropa marchita y las manos ensogadas en la espalda. Dos miradas: una de piedra, otra de horror. Los del pelotón, distraídos, acaso no lo advierten. Una rara luminosidad de tragedia envuelve aquel paisaje tempranero).

Núñez de Cáceres fue nuestro primer yolero. Navegó remando hasta Bolívar, y Bolívar no respondió. Los Trinitarios realizaron el segundo viaje. Duarte y Sánchez y Pina y Serra empujaron la quilla de un gran ensueño. La yola de Duarte naufragó en el verde océano de la manigua venezolana. Una bala de Santana detuvo aquella yola en El Cercado: Sánchez con las patas en el suelo y el corazón azul.

Eusebio Puello fallece en La Habana, el 14 de diciembre de 1872, a causa de una “hidropesía de pecho provocada por la mucha pólvora que absorbió en sus muchos años de guerra”.

(El cielo prematuro estalla en una mácula de pájaros madrugadores. La tierra está mojada. El oficial se acerca. Es la hora. Formen filas. Entre las hojas revolotea un airecillo de otoño. Preparen armas. Absorto, uno mira hacia lo alto. El otro, con los ojos en el suelo remojado. Apunten. El silencio está hecho de palabras secretas y luminosas. Fuego).

Eusebio, de piel oscura, se transmuta en ‘blanco de la tierra’ y, más tarde, en español. Así ocurren los hechos: primero, Capitán haitiano; después, General de División dominicano; al final, Mariscal de Campo de la corona española. Al igual que José Tomás Boves, Eusebio Puello reniega de sí mismo, de sus esencias. Boves —asturiano, pelirrojo, “ojos de gato hambriento”— se hace de un ejército de zambos y de negros para hostigar a la nobleza blanca venezolana, a los ‘mantuanos’. Ataviado de español, Eusebio, negro criollo, arremete contra los tristes agricultores y comerciantes, de piel oscura como él, que forman el ejército restaurador. Ambos, Boves y Puello, se alejan de la identidad propia, sólo que en direcciones opuestas.

Con un trapo de madrás en la frente, con la espada envainada de José Joaquín, ataviado de Mariscal de Campo español, el pardo Eusebio capitanea en este instante la yola de nuestro ser nacional. Él enhiesto sobre la quilla. Salta el bote, reflota, sacudido en el estrujón del agua titubeante. La silueta se pliega, se aleja, vuelta mancha oscura en el sosiego de gaviotas. Esbozo lento que avanza hacia ningún lugar. Erguido tizne de gentes. Oscuridad que se adentra, que se hunde en la memoria de los destinos irremediables.

(Lo que se siente en el pecho es un golpe furioso, un choque indomable que te empuja hacia allá, que te lanza al vacío, hasta que tu cuerpo se estrella con el roble mugriento. Ahora estás muerto, con la cabeza torcida y los pies en una contorsión improbable. El espacio de tus ojos aún abiertos es un cansancio de nubes de donde escapan bandadas de colibríes). 

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