Entre inseguridades, temores y amenazas

La vida diaria del dominicano se transforma bajo el fuego de la inseguridad a la que todos, sin excepción, estamos sometidos. Modificamos hábitos, variamos actitudes y alteramos comportamientos, manejando temores que inciden negativamente en nuestro&#82

La vida diaria del dominicano se transforma bajo el fuego de la inseguridad a la que todos, sin excepción, estamos sometidos. Modificamos hábitos, variamos actitudes y alteramos comportamientos, manejando temores que inciden negativamente en nuestro yo interior. Los medios recogen parte de lo que acontece; las redes abarcan más y todos se entrelazan con relatos diversos que contribuyen a hacer más densa la telaraña de temores que envuelve la vida criolla. El miedo hizo nido en el dominicano. Tememos al policía uniformado y más aún al de civil, ante la avalancha de hechos delictivos en los que se involucran, hiriendo de muerte el esfuerzo de los que procuran, con correctas actitudes personales, rescatar la imagen carcomida de la PN. Todos han vivido o conocen de la nefasta experiencia de un atraco o un acto de violencia contra algún ciudadano. El riesgo es universal: el obligado a transitar a pie, sabe que debe hacerlo solo con lo imprescindible encima. El temor se ha convertido en el eterno compañero del estudiante, de los que caminan hacia su casa o hacia el lugar de trabajo, del que realiza sus actividades en la calle; del que se queda en casa o de los que se desplazan en vehículos, todos compartiendo espacios con maleantes al acecho de la oportunidad. Asaltan dentro del carro o de la guagua, al que va a pie o en vehículo propio; al entrar o salir de su casa, asechan el descuido. La entrada y salida de bancos es factor de riesgo y en esta época de fiestas, somos simples sujetos para atracar y engrosar estadísticas, mientras se absorbe una pesada carga interna ante el robo de la paz y la tranquilidad.

Sabemos de un atraco armado, en horas de la madrugada, a la residencia en Arroyo Hondo de un apreciado amigo, en el que luego de neutralizar guardianes, le obligaron a abrir su caja fuerte, mientras apuntaban al cuerpo de la esposa aterrorizada que oraba, al tiempo que uno de los antisociales se burlaba, uniéndosele en el Padre Nuestro.

Conocemos el caso de una joven en Herrera lanzada al piso para arrebatarle una carterita sin nada valioso en su interior. Sé de otra, en Villa Consuelo, a la que arrebataron la cartera conteniendo un “trapo e’celular” sin valor, donde los testigos simplemente se hicieron los sordos ante sus gritos desesperados. Otra, también en Herrera, a la que un osado motorista hizo cambiar de rumbo y la obligó a guarecerse en un grupo de transeúntes, días después de un atraco fallido. De la anciana a la que, mientras caminaba como ejercicio, un malandrín obligó a entregar un anillito que identificó de oro.

El resultado común es el estado de temor que esa inseguridad produce y la secuela de traumas que ocasiona, alterando el comportamiento del abusado. No existe espacio seguro, ni lugar libre de riesgo, provocando una epidemia de paranoia, que la psiquiatría considera “trastorno delirante” y que matiza a buena parte de los criollos. 

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