Filantrópicos leviatanes

Con intensidad pareja, los iberoamericanos amamos y odiamos un gobierno enérgico, dueño de todo, inconmovible, todopoderoso.

Con intensidad pareja, los iberoamericanos amamos y odiamos un gobierno enérgico, dueño de todo, inconmovible, todopoderoso. A cada instante se nos ocurre soñar con botas, pistolas, fustas y onomatopeyas marciales. (En Venezuela, propincuo modelo, la memoria del comandante Hugo Chávez congrega todavía la mitad del favor popular). En nuestro subconsciente, no cabe duda, está grabada la iconografía del autoritarismo. Aunque muy pocos recuerdan hoy que esos conceptos brotan modernamente del “Leviatán” de Thomas Hobbes.

Este libro de 1651 propone una psicología fundada en la existencia del odio humano, la violencia y la ambición desordenadas. Hobbes señalaba que sólo un gobierno omnipotente, con señorío absoluto —un Leviatán— podría mantener las pasiones humanas bajo control. (El nombre no carece de simbolismo. El Libro de Job lo describe como la mayor bestia acuática. De enemigo de las almas, idéntico al demonio, lo califican los Santos Padres de la Iglesia. En la obra de Hobbes representa al hombre de fuerza colosal que concentra todas las energías. El poder del Estado, desde entonces, se representa como un simbólico Leviatán.)

Hobbes piensa que el estado natural es “la guerra de todo hombre contra todo otro hombre”. De su excitada demonología sobreviven estas frases: “Bellum omnium contra omnes” (Guerra de todos contra todos) y “Homo homini lupus est” (El hombre es un lobo para el hombre). Sin un gobierno todopoderoso, de tal forma, la vida humana sería “solitaria, pobre, asquerosa, brutal y corta”.
Al formar comunidades sujetas a una autoridad central, sólo así, los hombres se librarán de estos males. Ninguna libertad individual existe bajo el Leviatán. Allí sólo es libre el gobierno: el omnipotente, el omnisciente, el omnipresente sistema de mando. Todo albedrío político ciudadano termina al elegir gobernante. El Leviatán es como un Dios, sólo que mortal.

Cuando concluye el siglo XVIII, un gobierno Leviatán resulta inadmisible en la América que despunta en el Norte. Junto al espectro de Hobbes, en la Filadelfia de 1787 hay doctos y eminentes invitados: los manes del Barón de Montesquieu y de John Locke.

Montesquieu, el escolástico juez provincial francés, aporta la noción de libertad individual y el principio de los “controles y equilibrios” de la función gubernativa. Locke, de su lado, enuncia que el paso del estado de naturaleza a la sociedad civil se establece con el fin de garantizar los derechos naturales (vida, salud, libertad, propiedad), especialmente el de propiedad; quizás por sus ideas liberales o por la noción de que la propiedad es la base de la misma libertad, dado que somos libres en cuanto somos dueños de nosotros mismos. De Hobbes, entonces, únicamente sobrevivirá una premisa psicológica: los seres humanos son, en acto o en potencia, objetables.

El gobierno de aquellas colonias emancipadas sitúa al individuo en el núcleo de la vida política. El acento en el hombre, no en la sociedad o en el Estado. Un gobierno apartado, acullá, remoto. Un hombre “turbulento, carnal, sensual, comiendo, bebiendo y criando”. Libertad de hablar, de aprender, de transitar, de adquirir, de trabajar, de competir. Todo ello a distancia, suficientemente lejos del Estado. Ni amigo colaborador, así tampoco enemigo amenazante. La América libertaria, la del Norte, sueña con un hombre solo, libre, responsable, que goza de los frutos de su batalla personal.

De otro modo se dan las cosas en el Sur. Durante un siglo, Hispanoamérica oscilará entre el bilioso pesimismo del Simón Bolívar de 1830 (“La América es ingobernable para nosotros. El que sirve una revolución ara en el mar. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar.”) y la utopía evangélica del “Arielismo”. (Ariel, en Rodó, es la personificación del latino culto y sensible, orientado a los valores morales; Calibán, en tanto, constituye un resumen del feroz utilitarismo de los norteamericanos.) Años más tarde, el resultado no se hace esperar. Y nuestras inspiradas naciones ondulan entonces desde el vértigo cósmico de Vasconcelos hasta alcanzar los trágicos Leviatanes cuarteleros de Juan Vicente Gómez, Somoza y Rafael Leónidas Trujillo.

El Norte, todavía en sus balbuceos independentistas, despunta secular, libertario y opuesto al avasallamiento gubernativo. Las repúblicas del Sur, en contraste, nacen alucinadas, elitistas, si bien ajenas al ejercicio del derecho individual y supeditadas, poco menos que sin excepción, a gobiernos dueños hasta del aire.
Mucho tiempo ha transcurrido y Hobbes es hoy día un fósil de la arqueología política. Aun así, algunos pierden el tiempo y hurgan en su osario. Estamos en pleno siglo XXI, y ahora muy pocos discuten que el progreso económico y social es dable únicamente en el seno de economías abiertas, dentro de sistemas que fomenten la iniciativa individual, la igualdad de oportunidades y la competencia abierta.

Carece de sentido, por tanto, que gastemos tiempo útil en rumiar acerca de los contemporáneos Leviatanes socialistas. Ya fracasó rotundamente la economía enclaustrada, sometida al dogma y a las aventuras ideológicas y guerreras de una pintoresca especie de sujetos de pelo en pecho: héroes de todas las batallas, patriarcas de la moral y rectores de la lucidez colectiva. Ya se hundió definitivamente —y que así sea para la eternidad, por lo menos en esta mitad del planeta— aquella siniestra e infructuosa economía de la resignación y la obediencia. (Con todo, muchos gobiernos de América sueñan aún con fabricar aspirinas y botellas, con regalar minifundios y administrar lavanderías, hoteles y agencias de viaje.)

Pero no ignoremos que el fantasma de Thomas Hobbes sobrevive en las llagas de muchas de nuestras despistadas naciones: en los ochenta millones de analfabetos y desnutridos, o en los cincuenta millones de indios cochambrosos, o en los cinturones de miseria que agarrotan las ciudades del continente. Son éstos, probadamente, los frutos visibles de nuestros virtuosos y filantrópicos Leviatanes iberoamericanos: la cosecha de casi dos siglos de trágico y compasivo despotismo.

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