Esta vez no quise escribir de política ni de sus consecuentes males. Tampoco me interesa insistir en los recurrentes temas de seguridad ciudadana, carestía de productos de consumo masivo o del caótico tránsito de la capital.Esta vez quiero hablar de la principal crisis con la que debemos lidiar seriamente en República Dominicana, que como dije no es política ni económica. Me refiero a los males del alma. A esos males que se desprenden de comportamientos desconectados de los estrictos parámetros que nos exige la moral.
Estoy convencida de que la división de clases, la exclusión social, el afán desmedido de poder, la explotación, la avaricia, la corrupción y la agresividad en todas sus manifestaciones, no son más que una amplificación de nuestros conflictos y carencias internas.
Hemos vuelto a nuestro pueblo en un completo desorden. En vez de agilizar el paso para alcanzar el desarrollo pleno; en vez de sentarnos a recapacitar y pensar juntos sobre los desafíos que nos depara el futuro, preferimos distraernos con conflictos que nada aportan a los propósitos fundamentales del tan debatido proyecto de nación. Tantos ruidos vacíos han terminado afectando no sólo nuestros oídos, sino también nuestras conciencias.
Estamos bajo los efectos de una anestesia conductual que nos conmina a existir como que nada nos importa. Ni siquiera sentimos el dolor ajeno, por estos males que nos acechan y por otros que aguijonean el comportamiento excesivo de muchos.
Caminamos en un mundo ahogado por el egoísmo y la falta de valores. Asistimos a un concierto cotidiano y sin remedios inmediatos de una violencia generalizada; de falta de tolerancia; de la incapacidad de convivir pacíficamente; de la indiferencia ante el cuadro patético de jovencitas jugando a ser madres; de nuestra juventud perdida en el mundo de las drogas; de la irresponsabilidad de políticos ocupados en sus apetencias personales, presos de esa ambición dañina que carcome el alma y los empuja a practicar el chantaje moral de que “el medio justifica el fin”. Es un todo o nada para lograr sus objetivos.
Ya ningún episodio despierta asombro bajo este cielo de Dios. ¿Cuándo y en qué momento dejamos de ser humanos para convertirnos en seres despiadados que no conocen ni les importa la angustia, desesperanzas o el dolor ajeno?
Dar y darnos a los demás, desde todos los ámbitos de la sociedad, debería ser nuestra mayor riqueza y principal objetivo como sociedad. Creo que es la mejor manera de recuperar nuestra perdida condición de “seres humanos”, imprescindible para afrontar la crisis de la que hablo.
Necesitamos un cambio sin demora, no de gobiernos ni de partidos políticos, porque los hay para rato. Nos urge un cambio que revolucione y trabaje directamente nuestra conciencia, la justicia social y la ética. Debemos dejar que primen el sentido de la responsabilidad, de la decencia y el respeto hacia el prójimo, sin reparar en su circunstancia social, política o religiosa.
Es que lucimos como aburridas bocinas con esos rancios e infecundos llamados a “fortalecer” la democracia, la institucionalidad y a transformar nuestros patrones de conducta. No vamos a cambiar las cosas desde afuera, con invitaciones cuajadas desde confortables oficinas. Pero tampoco la cambiaran los políticos. Cambiaremos cuando seamos capaces de asumir como un verdadero compromiso arrancar de cuajo las causas principales de los problemas que nos aturden.
Y esa lucha debe librarse desde lo más profundo de nuestros corazones; desde nuestros hogares; volviéndonos más humildes; abriéndonos a los demás y robusteciendo nuestra creencia en Dios.
Es un reto. No es tan sencillo. Los tiempos son diferentes. Todo eso lo sé. Pero también conozco lo bueno, válido y verdadero para cambiar este estado de cosas. Y aspiro a ello. Nadie podrá deshacer el optimismo desbordado con el que pude terminar estas líneas.