Nací en un pueblo lejano del sur, donde la pobreza no aparecía en informes ni titulares; se olía en la cocina: sopa de fideos con agua y un pedazo de pollo que servía más de mito que de carne. La ensalada rusa era un lujo, pero en casa, lo poco que había se organizaba con dignidad. Nunca faltó la obsesión por la escuela.
Mi madre me enviaba al aula como si me mandara a la guerra. Uniforme limpio, zapatos con betún, cabeza alta y la esperanza de que, con estudios, podría escapar de esa vida. La pobreza era económica, pero no moral. Había respeto y esfuerzo, y la educación era una promesa, no un mero trámite.
Hoy, el país habla de avances: más escuelas, más presupuesto, datos que adornan informes de organismos que no pisan un barrio. Pero la pobreza no ha retrocedido; se ha maquillado. Niños con tablets y conexión a internet, pero sin padres presentes; jóvenes con títulos, pero sin rumbo. Aulas llenas, pero vacías de sentido.
¿Quién falló? ¿La familia? ¿La escuela? Algunos quieren creer que es la tormenta perfecta, pero el gran culpable tiene nombre y presupuesto: el Estado.
El Estado nunca ha tenido una política educativa coherente. Confundió cobertura con calidad y presencia con transformación. Convirtió la escuela en un espacio de estadísticas y no de pensamiento. Los sindicatos, que en otros lugares luchan por dignificar la enseñanza, aquí han sido cómplices del desastre. Se reparten cargos y bloquean reformas. En vez de formar maestros, crean burócratas, y el alumno se convierte en una excusa.
La política ha invadido las aulas; las escuelas públicas son escenarios de lealtades partidarias. Se enseña menos de lo que se adoctrina, y el mérito ha sido sustituido por militancia. La esperanza se ha convertido en resignación.
La pobreza de hoy no está solo en los bolsillos. Está en las cabezas de quienes dirigen el sistema. En ministros que duran menos que un ciclo escolar, en currículos que cambian según el humor del partido, en maestros que no enseñan y en líderes que no lideran.
Hoy, la mayor fábrica de pobreza no es la calle; es el Estado, que debería garantizar que la educación sea una vía de salida y no una condena. A pesar de todo, cada mañana hay madres que siguen peinando a sus hijos con esperanza, como si la escuela, pese a todo, aún pudiera salvarlos. Qué fe la suya. Qué país el nuestro.