Los niños son muy sinceros, tanto que llega a doler.
Ellos no tienen la precaución que tenemos los adultos de saber o pensar cómo preguntar o cómo decir o corregir sin lastimar. Ellos piensan, dicen y ya! Solo esperan satisfacer su curiosidad, solo esperan una respuesta que  de no resultarles muy convincente, desecharán al instante y volverán a la carga, en busca de una que sí les parezca aceptable.

Las preguntas de los niños suelen ser múltiples y de diversas índoles, muchas nos causan risa y hasta las celebramos con la familia y los amigos, otras nos ponen en serios aprietos y algunas nos causan profunda tristeza.

Hoy en día nuestros hijos son tan despiertos que ya no se tragan el cuento de la cigüeña cuando preguntan cómo llegaron a este mundo o ¿cómo le sacaron de la barriga a la vecina a la hermanita de mi amiguito? Les ofrecemos mil explicaciones y la cara seria y los ojitos viajando alrededor del entorno, demuestran que ninguna convence al pequeño inquisidor.

Hace unos días estaba sentada con una docena de libros y mi Lap Top frente a mí, cuando de repente mi hija mayor, de seis años de edad, me preguntó : Mami, ¿cuál es el color índigo? por suerte, esa me la sabía.

Un rato después me cuestionó sobre el origen del mundo, de la tierra, los planetas, el cielo y  Dios. Un bombardeo de temas que me hicieron pensar antes de responder, una lucha entre la fe y la ciencia.

Pero, ¿cómo explicarles a los niños  por qué sus padres toman caminos separados? Y más difícil aún resulta cuando algún familiar ha muerto.

Aunque el deber de los mayores es enseñar a los chiquillos, es mucho lo que aprendemos los adultos de los pequeños y sus preguntas, más de lo que nadie puede imaginar.

Compartir con ellos nos ayuda a crecer, a ser un poco más sinceros, a dejar salir a jugar el niño que llevamos dentro.

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