Literatura, ideología y subversión (1)

En el año 1967, durante un famoso coloquio realizado en la ciudad de Lima, el novelista peruano Mario Vargas Llosa dirigió una pregunta…

En el año 1967, durante un famoso coloquio realizado en la ciudad de Lima, el novelista peruano Mario Vargas Llosa dirigió una pregunta sobre la utilidad del escritor en la sociedad moderna a su colega colombiano Gabriel García Márquez.

Después de un momento de duda, este último declaró que nunca había conocido “ninguna buena literatura que (sirviera) para exaltar valores establecidos”. A su juicio la literatura desempeña una misión eminentemente subversiva, con una clara tendencia a destruir lo viejo, “lo ya impuesto, y a contribuir a la formación de nuevas formas de vida, de nuevas sociedades, en fin a mejorar la vida de los hombres”.

Con estas ingenuas palabras, el autor de “Cien años de soledad” confirmaba, no implícitamente, su fe en el papel fundamentalmente rebelde del escritor en una sociedad.

Literatura, para García Márquez, es un algo concreto que va dirigido, como la lanza de nuestro señor Don Quijote, contra todo aquello que huela a conformismo, mediocridad, indiferencia: dirigido en definitiva contra todo aquello que es nocivo y desechable, contra todo aquello que de alguna manera nos hace daño.

Para Vargas Llosa, más radicalmente, el simple hecho de escribir novelas, cuentos, etc., es sinónimo de “rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Éste es un disidente, crea vida ilusoria, crea mundos verbales porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como cree que son).

La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida, cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad”.

Estos criterios, sin lugar a dudas, son altamente sugestivos y por esa misma razón es necesario tratar de entenderlos en sentido general, sin apretar demasiado las tuercas de los términos en que han sido formulados. García Márquez y Vargas Llosa, al tiempo que consideran o consideraban entonces la literatura como instrumento de subversión, tienen conciencia de estarse moviendo sobre un terreno metafórico. Ninguno de los dos se demostraría sorprendido si en el terreno práctico, concretamente práctico, el resultado que obtiene el escritor rebelde es idéntico al que obtuvo Don Quijote cuando embistió los molinos de viento.

Significativo es el hecho de que en una entrevista concedida a la desaparecida revista “Índice” (seguramente en un momento de crisis) el mismo García Márquez haya confesado con amargura desencantada su escepticismo respecto a la utilidad práctica de la literatura. En tal ocasión se aventuró a declarar que el mundo no sufriría ningún cambio apreciable si ésta desapareciera, y añadía enseguida que él mismo habría sido más útil a la humanidad si en lugar de ser escritor hubiera sido terrorista.

Otros autores prefieren invitarnos directamente, con cierto crudo realismo, a pasar del terreno de la metáfora al terreno de los hechos. Antonio Gramsci, por ejemplo, advierte que no debemos tomar la literatura, el arte en general, por lo que no es ni puede ser.

Alejo Carpentier, lúcidamente nos recuerda que los libros que contribuyen a cambiar el mundo no son novelas: esos libros se llaman “El contrato social”, “Del espíritu de las leyes” “La riqueza de las naciones”, “El Capital”, etc. Además, no es un secreto para nadie que todas las tentativas de definir la función concretamente práctica de la literatura están condenadas a proceder según lo que Cortázar llamaba “técnica del vuelo a vela”, alejándose y acercándose, tentaleando y orbitando casi en el vacío en  derredor de una materia que nunca es bastante concreta para dejarse aferrar teóricamente.

Si se quiere comprobar esta hipótesis, basta remitir al lector a la obra de cualquier teórico del género. Ernst Fisher o George Lucàs.

Recuérdese también aquel pequeño volumen titulado “Para qué sirve la literatura” de Jean Paul Sartre (especie de mesa redonda que recoge disertaciones del mismo Sartre, Jorge Semprún, Simone de Beauvoir y otros), cuya lectura deja al final la impresión de un fracaso colectivo, a pesar de ciertas páginas estimulantes.

Este problema naturalmente, no concierne solamente a la literatura: el gran historiador Marc Bloch, angustiado por la ocupación alemana de Francia, escribió precisamente en aquel período una obra singular, “El oficio de historiador”, donde trataba de responder a ciertas preguntas y de entender al mismo tiempo las razones profundas de su propio trabajo.

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