La Cámara de Diputados incurre en un grave error, al pretender justificar la negativa de divulgar el listado de su personal, como si fuese un secreto de seguridad nacional.
Esa actitud conlleva una violación flagrante de la ley 200-04, que ella misma contribuyó a instituir, y revela una falta de sentido común y político, en un momento en que todo el país exige transparencia.
Un órgano del Congreso es de los más llamados a cumplir con esa exigencia, no sólo por imperativo de la ley, sino por razones éticas y por la elemental obligación de rendir cuentas, a no ser que se asume por encima de ese precepto.
Y es que pretender justificar la negativa de hacer de dominio público el listado del personal sobre la base de que se busca proteger el derecho a la privacidad e intimidad de esas personas, es “olvidar” expresamente que en forma alguna esos ciudadanos interesan a la nación en su mismidad o individualidad.
La vida privada, familiar, el domicilio, las correspondencias ni las fechas de nacimiento de los empleados de la Cámara no le interesa a nadie. Lo que deseamos saber es quiénes de verdad sirven a la institución. Y como servidores públicos quedan sometidos al arbitrio de la sociedad.
A la opinión pública interesa saber cuán supernumeraria pudiera ser la nómina de la Cámara de Diputados, cuántas personas de verdad trabajan, cuántas sólo cobran y cómo todo eso puede afectar el manejo de los exhaustos bienes públicos, muchas veces sometidos a la voracidad de funcionarios que creen que las instituciones son haciendas privadas y no agencias de servicio a la ciudadanía, sea como creadores de leyes o prestadores de atenciones.
No suponemos que quienes trabajan en la Cámara de Diputados sean innombrables, o “vacas sagradas”, o toda suerte de personalidades que se sentirían avergonzadas si el país sabe que reciben honorarios sin que se pueda saber el concepto.
