De mitología, literatura y sentimientos

En la lengua griega hay una conjugación, el áoristo (aóristos khrónos), que se refiere a una época indeterminada: no antes ni después, acaso siempre: el tiempo del mito. Momento interminable, constante, inmóvil, escamoteado a la historia y…

En la lengua griega hay una conjugación, el áoristo (aóristos khrónos), que se refiere a una época indeterminada: no antes ni después, acaso siempre: el tiempo del mito. Momento interminable, constante, inmóvil, escamoteado a la historia y a los plazos; instante de los dioses, de sus correrías, de sus andanzas por el mundo de los hombres; atmósfera, nervio y sazón de la fábula.

Lo decisivo en la religión griega no es su “politeísmo”, sino su carácter “mitológico”. La religión helénica es básicamente una serie de “historias” acerca de los dioses. Nada de caracterizaciones según el poder, las cualidades, los dominios o las zonas de existencia atribuidas a unos u otros. Se trata, simplemente, de cuentos, de relatos que explican las aventuras entre los dioses y semidioses, o entre ellos y los humanos.

De este modo, la religión de los griegos es “personal”. Por la fuerza de los mitos, de lo que en ellos se cuenta, cada dios es “alguien”: el que devoró a sus hijos, la diosa casta que lanza sus flechas, el que persiguió a Dafne y la vio convertirse en laurel, el que raptó a Europa, la que desató los vientos contra las naves de Eneas. Los dioses griegos son “quién”, son “alguien”, son “personas”, algunos humanos, la mayor parte sobrehumanos, sin que falte en ellos la sexualidad.

De tal suerte, el Olimpo y las grutas y los bosques de la leyenda helénica están llenos de mujeres y hombres con apetito genésico.

Para Platón, el verdadero conocimiento es el mito. Homero se apoya en la mitología y la transfigura en soberbios poemas. Podría decirse que la mitología es una forma originaria de literatura -no escrita, por supuesto- que falta en otros pueblos antiguos, o al menos que no tiene el volumen y la calidad que alcanzó en Grecia.

A través de la mitología, los griegos adquirieron el conocimiento de un horizonte sentimental, de un espacio afectivo que luego hizo posible la épica, la lírica, la tragedia y la comedia. Esta literatura -de perspectiva épica: “historia corrompida, divinamente corrompida por el mito”, como dijera Ortega y Gasset- se convirtió pronto en el gran instrumento de educación para la convivencia y la proyección de la propia vida. El esplendor de la literatura griega se levanta sobre el cimiento de la mitología y en una profunda dependencia de ella.

(De la mitología emana el epíteto: Ulises es “el de muchos recursos”; Aquiles, “el de pies ligeros”; Andrómaca, “la de los blancos brazos”; Aurora, “la de los dedos de rosa”. Así, incluso, la fábula de animales: el león es poder, dignidad y cierta ingenuidad; la zorra significa astucia; la serpiente, traición).

Más que el discernimiento de la ciencia o la filosofía -cuya aparición en la Hélade fue inadvertida por la mayoría, con un inapreciable fruto sobre la vida de las polis-, los griegos entendían la paideia (la educación, el aprendizaje) como el conocimiento de los poemas homéricos y de la tragedia. La paideia, de este modo, constituía el principal instrumento de interpretación de la vida, su más necesario elemento, su ineludible principio. Era la forma de proyectar la realidad, de otorgarle transparencia, de entenderla para sí mismos.

La paideia, aquel vasto y complejo sistema de pedagogía intelectual y emocional, nos hace ahora perceptibles, comprensibles, la historia y la existencia de los griegos. Se ha dicho que sólo los pueblos con una ficción adecuada resultan históricamente inteligibles, auténticamente descifrables.

Los pueblos sin literatura -o con una literatura rústica, o muy reducida, o inconclusa- son inferiores como formas de vida, sean los que fueren su extensión, su población o su poder. Piénsese, de este modo, en los visigodos o en los tártaros o en los taínos. La literatura ha sido un factor decisivo en la construcción y maduración de las sociedades. Digamos: el órgano de su sensibilidad.

Hace algo más de cinco siglos, esta América de nuestras congojas era un mundo enteramente ajeno a Occidente, a la cultura grecolatina, al cristianismo, al judaísmo, a las influencias islámicas. Y sobre las tierras inéditas se vierten, bruscamente, las formas de vida que congrega la Europa del Renacimiento. De improviso, en el hemisferio primitivo se cuece el potaje de españoles y portugueses, de ingleses y yelofes y mandingas y franceses.

La tierra aborigen despierta entonces, aquella madrugada suave de un octubre a fines del quattrocento, a la realidad de otras lenguas, de otras pasiones, de otras deidades. Con la Ilíada y con la espada, a lomos de La Santa María, el demonio de Alejandro Magno atraviesa el mar de lodo de Platón. Biblia y florete empuñados, tiempo más tarde, otros harán suya la inmensidad del suelo flamante.

Alguien ha transgredido el Popol Vuh y el enigma de los glípticos. Finaliza el año de gracia de 1492. Se inicia la educación sentimental del Mundo Nuevo.

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