Políticos y ética política

En el artículo compartido el pasado jueves, dediqué cerca de 550 palabras para hablar de un tema que ha sido objeto de incontables y variados comentarios en el ámbito de la opinión pública nacional, porque entraña una situación que toca directament

En el artículo compartido el pasado jueves, dediqué cerca de 550 palabras para hablar de un tema que ha sido objeto de incontables y variados comentarios en el ámbito de la opinión pública nacional, porque entraña una situación que toca directamente el comportamiento de nuestra clase política.Hablaba de campaña sucia, aunque me incliné más por ilustrar sobre las diferencias de esta última con la campaña negativa. Sin embargo, en esta entrega prefiero referirme al comportamiento político, pero desde el punto de vista ético de quienes se deciden por esta carrera, esencialmente sustentada en la vocación de servicio.

Durante siglos, este ha sido un tema de profundos debates. Estudiosos y pensadores de la antigüedad han abordado la ética política, partiendo de esas conductas reprochables que siempre estuvieron presentes en esta actividad.

El concepto de ética política sugiere definirlo como el comportamiento propio del Estado y la organización social, lo que entonces implica un conjunto de acciones capaces de permitir la convivencia pacífica y la cooperación colectiva, en aras de alcanzar objetivos que finalmente propicien el bienestar general.

Vista así, la ética política debe ocuparse, pues, de los principios o normas de acciones que rijan el comportamiento público de un político, máxime si es en su calidad de gobernante o miembro de uno de los poderes que conforman un Estado.

Los fundamentos teóricos de este concepto hacen presumir que el pensamiento filosófico que lo impulsó hace varios siglos atrás, cifraba sus postulados en casos particulares de acciones desligadas de sus propósitos esenciales.

Toda esta reflexión encuentra sentido en las acciones degradantes de las que hemos sido testigos en las últimas semanas, precisamente devenidas de ciudadanos que aspiran a ocupar cargos para la toma de decisiones, desde donde (al menos eso suponemos) están obligados a servir al bien común.

El pasado reciente nos ha hecho testigos involuntarios de hasta qué punto es capaz de llegar un político para alcanzar el poder. Vimos la manera en que se maneja la clase política local, y a lo que están dispuestos para lograr sus fines electorales.

En esta ocasión, opto por no particularizar mis planteamientos, porque pecaría de favorecer la excepción en lo que parece ser una regla en la conducta de la clase política local. Estoy convencida de que en política no siempre el fin justifica los medios, porque esto puede volverse contra los que practican la deshonra como mecanismo para cosechar éxitos y victorias.

En cualquier campo de aplicación, la ética debe ser el arte del buen hacer y lo opuesto a todo lo moralmente incorrecto. Si asumimos como axioma irrefutable aquello de que en política como en la guerra todo se vale, estaríamos legitimando el mal y sobredimensionándolo por encima del buen hacer.

La buena política es la que base su accionar en la búsqueda de soluciones a problemas comunes, rechazando medios impropios de convencimiento disfrazados de objetivos justos o democráticos. Esta política es mentirosa, y la mala política, en el peor de los casos, es igualmente sinónimo de política corrupta y falaz.

El accionar político en República Dominicana es preocupante, porque es proclive a la confrontación infecunda y a las malas artes de sus actores, y no a combatir aspectos tan lesivos para el desarrollo individual y colectivo, como son las injusticias, privilegios y la discriminación expresada en múltiples formas, por eso insistimos que la principal crisis en nuestro país es de moral y de decencia.

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