La regulación de la minería

El inicio del montaje de la estructura institucional y administrativa del nuevo Ministerio de Energía y Minas  hace la ocasión propicia para pensar en algunos aspectos claves para el desarrollo de la minería  en el país, máxime cuando, como…

El inicio del montaje de la estructura institucional y administrativa del nuevo Ministerio de Energía y Minas  hace la ocasión propicia para pensar en algunos aspectos claves para el desarrollo de la minería  en el país, máxime cuando, como es conocido, una elevada proporción del territorio está concesionada para la exploración y/o explotación de minerales.

Aunque es poco probable que veamos precios de los minerales metálicos tan elevados como en el pasado reciente,  seguramente estos se mantendrán los suficientemente altos como para continuar haciendo fluir las inversiones mineras hacia países en desarrollo que, como la República Dominicana, tienen reservas mineras. Las empresas transnacionales siempre están a la caza de ellas pero también de condiciones regulatorias, especialmente fiscales y ambientales, e incluso laborales, que difícilmente obtengan en los países más ricos. 

La presión sobre los recursos mineros constituye un reto significativo para los Estados de los países en desarrollo.  En muchísimos casos, por múltiples razones como el apetito fiscal, la sed de divisas y la corrupción, éstos han sucumbido, aceptando tratos verdaderamente onerosos para el fisco, para el ambiente y para las comunidades donde se ejecutan los proyectos. Sólo cuando ocurren movilizaciones significativas y/o estados de opinión pública que cuestionan la forma en que los proyectos operan y sus impactos económicos, sociales y ambientales, es que mejoran los términos, especialmente si la empresa minera es de esas que procuran cuidar su marca y son celosas de su reputación. 

Pero, ¿qué hacer frente a esas presiones? ¿Cómo prepararse para no dejarse engañar, para evitar que el país y las comunidades carguen con los sobrecostos que entrañan los daños ambientales, y para obtener el máximo provecho de recursos que son propios pero que, en la mayoría de los casos, requieren de la participación privada para su explotación? Después de todo, la minería es una actividad legítima y necesaria. El mundo de hoy sería impensable sin ella. Sólo en situaciones excepcionales se podría pensar en prohibirla del todo en un territorio, y ante ello hay que tener alternativas para las comunidades privadas de esas inversiones.

La respuesta tiene que partir del presupuesto de que no cualquier minería es buena o legítima, y hay que estar preparados para decir no. Los casos más evidentes han sido aquellos proyectos mineros que se han traducido en tragedias ambientales y cuyos costos multiplican varias veces los beneficios generados, tanto públicos como privados.  Pero también hemos sido testigos de tratos entre gobiernos y empresas mineras cuyos beneficios fiscales son tan magros comparados con aquellos que obtienen las empresas, que el país termina perdiendo porque el recurso se extrae y no hay retorno.
 
De allí que los riesgos que presenta la incursión de empresas transnacionales en la minería obliguen a tener reglas claras y muy exigentes, y actitudes firmes para su cumplimiento. Eso no quiere decir que deben ser únicas o rígidas. La naturaleza diferenciada de las actividades y proyectos mineros puede hacer aconsejable crear marcos regulatorios antes que cánones específicos.

De cualquier manera, estas reglas tienen que ser especialmente de dos tipos: fiscales y ambientales. Fiscales porque la minería genera pocos empleos y son los aportes al fisco los recursos que finalmente se quedan en el país a cambio del mineral que sale y no vuelve. Ambientales porque la contaminación y la devastación de los recursos naturales es probablemente el mayor costo que paga el país por la actividad minera.

Pero si el tema fiscal es tan importante, la cuestión del destino de los recursos públicos generados por los proyectos es ineludible y tan relevante como los montos obtenidos. El objetivo es que se logre capitalizar esos recursos a través de inversiones de alto impacto, incluyendo unas que beneficien a la poblaciones de los territorios donde operan los proyectos, y que no terminen simplemente salvando urgencias fiscales como parece ser que pasó en el país en 2013.

En síntesis, hay que ponerle bien alta la barra ambiental y fiscal a las empresas extractivas. No merecemos menos que eso. No podemos darnos el lujo de que se firme otro contrato tan oneroso como el de Barrick-Pueblo Viejo, y tampoco podemos permitir otro desastre ambiental como el de la Rosario Dominicana.

Pero para lograr que eso sea efectivo, hay que tener mucha capacidad técnica en el Estado, mucho compromiso político y amplia vigilancia ciudadana.

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