La manifestación del “poder sacerdotal” ha estado presente a lo largo de la historia, en momentos confundido incluso con el poder de tipo “político”. Esta unión en una sola persona del poder “político” y el sacerdotal (podríamos llamarle también “religioso”), “ocurre no solamente entre los salvajes, sino en Estados altamente civilizados. Augusto, en Roma, era máximo pontífice y en las provincias era un dios” (Russell, El poder, p. 48).

Este “poder sacerdotal” operaba sobre el imaginario colectivo siendo capaz de hacer bien o mal a otros de forma eficaz. Por esto en algunas sociedades, incluso, era quien curaba enfermedades, a través de brebajes o de procesos de sugestión.
Con el tiempo el poder “político” y el “sacerdotal” se dividieron, aunque apoyándose mutuamente para sostenerse y mantener sus privilegios. De esta forma el poder “sacerdotal” fue monopolizado por una casta “con gran autoridad sobre la comunidad”, al punto que, en Egipto, para citar una sociedad altamente desarrollada, cuando hubo conflicto con el poder “político”, resultó más poderoso. Efectivamente, los sacerdotes “derribaron al faraón “ateo” Akenatón y parecen haber ayudado traidoramente a Ciro a conquistar Babilonia porque su rey nativo mostraba una tendencia al anticlericalismo” (Op. Cit., p. 50).

En Grecia y Roma el “poder sacerdotal” fue, quizás, nodal para el mantenimiento de las libertades ciudadanas, aunque la Pitonisa, en Delfos, cuyas respuestas eran inspiradas por el dios Apolo, podía entrar en trance inspirada por sobornos. Sin embargo, la aceptación de que “el oráculo estaba abierto a la influencia política estimuló la difusión del pensamiento libre, lo que finalmente les hizo posible a los romanos, sin incurrir en odio del sacrilegio, robar de los templos griegos gran parte de su riqueza y toda su autoridad. Es el destino de muchas instituciones religiosas que, más pronto o más tarde, sean utilizadas por hombres audaces con propósitos seculares y con ello pierdan el respeto de que depende su poder” (p. 52).

Este poder normalmente es conservador y hostil hacia creencias o religiones personales, como forma de garantizar su poder, por esto “más pronto o más tarde todo su sistema es derribado por los seguidores de un profeta revolucionario. Buda, Cristo y Mahoma son los ejemplos más importantes históricamente”, empiezan mostrándose revolucionarios, aunque absorben parte de la vieja tradición, luego se hacen tradicionales y conservadores, para sostenerse, en un proceso circular que dura hasta el próximo proceso revolucionario en la materia.
Sin objeciones, “la más poderosa e importante de todas las organizaciones sacerdotales conocida en la historia ha sido la Iglesia católica (…) después de la caída del Imperio romano, la Iglesia tuvo la buena suerte de representar dos tradiciones; además de la cristiandad, representó a la de Roma. Los bárbaros tenían el poder de la espada, pero la Iglesia tenía un nivel más alto de civilización y de cultura, un propósito impersonal consistente, los medios para apelar a las esperanzas religiosas y a los temores supersticiosos y, sobre todo, la única organización que se extendía a través de la Europa Occidental” (p. 54).
Hoy su poder e influencia están muy cuestionados y disminuidos.

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