A diferencia de los relatos de misterio de Edgar Allan Poe, esta oscura historia termina en un final casi feliz

Cada día, puntualmente, como reloj de sol, aparecía su sombra que la vestía de cuerpo entero, sigilosa y con más misterios que los jeroglíficos de Egipto. Sin decir palabra, atravesaba el camino hasta llegar hasta lo de Claribel, cuyo trasnoche, como soporífero, no la dejaba levantarse.

Las dos no dormían y quién sabe a cuántos entretendrían en sus aventuras. A cuántas pandillas debían evitar para defenderse con dignidad. A cuántos ladrones tenían que engañar para que no las engañaran.
Por el aspecto se sabía que no habían estado en ningún restaurante ni que Ágata había tomado el “Orient Express” de media noche, desde Estambul. Lo que nadie dudaba, sin embargo, era su elegancia y belleza que no necesitaba ni maquillaje, ni vestirse como la mona.

Ágata era delgada, con ojos de pantera que, como cocuyos de la noche, o linterna de detective de película policíaca, se paseaba sin fumar ni jugar la lotería. No usaba tacos altos, no necesitaba pintalabios, ni sombras azules en los párpados. Todo su “glamour” se concentraba en aquellos ojos verde claros: su arma principal. Con ellos hipnotizaba al mundo y cuando los cerraba, era como si los dioses apagaran el Sol. Y así lo hacía cada noche para descansar en su verde morada, como si fuera un refugio de tránsfugas.
Claribel dormía más, a sus anchas, sus senos al aire sobre un diván a ras de tierra, amplio, muy amplio, que podía acoger un ejército y sobraba para otro. Y quién sabe a cuántos seducía cada día, cuántos le daban lo que ella quería.

Ella, al parecer, quería siempre más. No lo escondía su aspecto decente, elegantemente vestida, como si su modisto se hubiese inspirado en una famosa etiqueta de leche y seguro que Claribel adquirió su traje en tiempos de vaca muerta, como para hacer creer que no tuviera otra cosa que ponerse. Era su sello, su charm.

El amanecer la sorprendía borracha de sueño que Ágata interrumpía, momentáneamente, con pasos de bailarina de Cascanueces, y Claribel ni siquiera podía darle los buenos días. El cansancio de su intensa vida nocturna la obligaba a dormir hasta que ya no aguantara los rayos de sol que penetraban por las columnas de su palacio: 8 matas de plátano.

Ágata desayunaba sola. Pensaba en cada uno a los que enfrentaba como si llevara una contabilidad.
Eso sí, se defendía con una filosofía ancestral que no tuvo que aprender porque le llegó en la genética, desde miles de generaciones antiguas, de las que ella era un simple eslabón perdido.

Las lluvias de mayo, que habían empezado desde abril, las alejaron un poco; cada una en su universo buscando, sobreviviendo ahí, en ese bajo mundo limitado, rutinario, cíclico, sembrado de enigmas, sin riqueza más que la necesaria para soportar el cotidiano hostil, represivo e injusto.

Ninguna de las dos decidió vivir a escondidas. Cuando llegaron a la vida, esta las recibió como recibe a cualquiera y les repartió sus herramientas, más uñas y dientes que cuna de oro. Ellas no determinaron la parada de su estación; el tren de vida se paró exactamente allí a 149,597,870 kilómetros del Sol, y las empujó hacia afuera, y así se quedaron a vivir, sin más opción que perseguir el ritmo de los latidos del corazón.

Conocieron el entorno palmo a palmo. Había que permanecer costara lo que costara.

El instinto de continuar la raza no las previno y cada una se cargó de hijos sin padres. El pago del placer se les olvidó y ahora solo pensaban en buscar comida, y la buscaban.

Ni el alcohol ni las drogas las tentaron. Sabían de sobra que eran venenos con un disfraz de ilusión.

El frío de las lluvias las acercó. Las palabras sobraban, lo sabían todo. La telepatía innata y los gestos eran suficientes para delimitar los espacios, para expresar el respeto, para seguir el guión de aquella obra, de autor anónimo, que cada día escenificaban con más amargura que macho puesto en su puesto.

Cuando Ágata desapareció, como Diego en la serie turca “Enciclopedia de Estambul”, la luna estaba llena y no pudo sanar la depresión de Claribel.

El silencio y la angustia la rodearon, sus pasos se extendieron a zonas prohibidas donde ella pensaba encontrarla.

¿Se había extraviado? ¿Le habían hecho daño? ¿La habían confundido y enviado a tierras extrañas? ¿Una camiona? ¿La habían separado de sus hijos? Y estos, ¿qué comerían sin ella?

La camiona pasó pero Claribel no vio a Ágata allí, en aquel montón de seres vivientes que luchaban desesperadamente desde Duvalier, el “doctor de la pobreza” cuyo hijo se escapó a Francia con la fortuna que los empobrecería para siempre. El terror reemplazó a los ladrones. Aquí venían para no morirse de hambre, sin nada, a buscar comida como Ágata, como Claribel.

En la camiona se oían los gritos, los aullidos. Cuando la policía les pedía los papeles de pobre… en regla, aunque se llamaran Santa Rita, ellos le mostraban una Biblia destartalada, rogando que no las separaran de sus hijos “por el amol de Dié”.

Claribel siguió buscando, le preguntó a un perro con cara de hombre y obtuvo un gruñido por respuesta.
En Semana Santa, cuando se pararon los camiones, que arrasaron todos los caminos y desorientaron a Ágata, esta se apareció maullando como loca. Claribel ladraba seguida de sus cuatro cachorros. El misterio se arregló mejor que “el gato negro” de Allan Poe.

Sentí un alivio al oír la alegría de Claribel, que también pensó que las dos viejitas odiosas y amargadas, las habían envenenado.

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