La Revolución Industrial produjo importantes cambios en todos los ámbitos de la vida, creando nuevos problemas sociales que buscaron solución en la ciudad decimonónica. A principios del siglo XIX comienza a haber un cambio de mentalidad respecto a cómo debe ser la ciudad, sobre todo en las grandes urbes europeas y norteamericanas. Las personas se identifican cada vez más con su ciudad y se preocupan por el aspecto físico y la salubridad de sus espacios públicos. La naturaleza adquiere nuevos valores y forma parte del espacio urbano. Se crean paseos y parques urbanos arbolados, así como jardines públicos y privados; y las plazas duras se transforman o minimizan. A mediados del siglo XIX, los parques públicos de Londres, París y Nueva York se convierten en la referencia del momento. Eran espacios muy populares, aclamados por la población. Eran símbolo de progreso.

Este gusto llegó a la joven nación dominicana que quería actualizar sus espacios públicos, pues todavía mantenía el modelo de ciudad española donde la Plaza Mayor o Plaza de Armas, que representaba el centro de la vida urbana de la ciudad, era una plaza desarbolada de tierra y grama. Durante la ocupación haitiana en el medio de la plaza mayor de Santo Domingo se sembró una palma real como símbolo de la libertad. En ese momento se llamó Plaza del Buró o del Vivac por estar frente al Hotel de Ville o Ayuntamiento. También era conocida como Plaza o Paseo de la Catedral y Plaza Central. Luego de la separación de Haití, en 1864 la palma fue eliminada.

La llegada de Gregorio Luperón a la presidencia de la República Dominicana introdujo aires de progreso y algunos cambios para que la nación se colocara “con honra y dignidad en el rango de los pueblos civilizados”. Promueve la democratización de los espacios públicos con la construcción de parques en las ciudades más importantes, entre ellas Santo Domingo, donde transformó la Plaza Mayor en un parque, colocando árboles, áreas verdes, verja, asientos y faroles de alumbrado.

En enero de 1880 la sociedad recreativa “Hijos del Ozama” regaló los primeros cuatro asientos en el parque, que según el periódico El Eco de la Opinión eran ¡lujosos! La colocación de estos asientos agregó un aire de gran ciudad a Santo Domingo. Al mes de colocarlos se quejaban de que los asientos eran pocos y estrechos, y que de noche el parque estaba “invadido por las turbas de pilluelos”. De acuerdo a un periódico de la época “la plaza está muy buena”, solo que los agentes policiales “brillan por su ausencia” y que los asientos siempre estaban ocupados por “manganzones, que deberían ser más corteses dejando los asientos a las niñas”. Además, estos jovenzuelos en las noches destornillaban los asientos “para hacer caer a las niñas que los ocupan, o a cualquiera”. La popularidad de la plaza fue innegable, convirtiéndose en punto de encuentro de la sociedad. Los asientos no daban abasto y en 1882 el presidente Ulises Heureaux regaló algunos más.

En 1880, los comerciantes regalaron 10 faroles de gas con sus respectivas columnas de hierro para que fueran colocados en la plaza. El sistema de iluminación instalado fue de querosén y había un farolero encargado de encender, apagar y dar mantenimiento a los nuevos faroles. Unas semanas después se colocaron más faroles en la calle de San Francisco, entre el Comercio y Consistorial. Para 1893 había 356 faroles para el alumbrado público en toda la ciudad.

Asimismo, la sociedad “la Juventud” organizó una lotería para recaudar dinero, con lo cual el municipio niveló el terreno de la plaza y colocó el sardinel o bordillo para convertirla en un hermoso paseo con jardines a ambos lados. Sembraron laureles, que al poco tiempo ya cobijaban con su sombra gran parte de la plaza. En 1891 la “Sociedad Ornato Público” donó algunos bancos y faroles para la plaza.

Desde mediados del siglo XIX, la música comenzó a verse como una importante influencia moral para toda la población, llevándose a los parques públicos mediante retretas. Aparece el quiosco de música o glorieta, que es un pabellón elevado para colocar a los músicos de manera que el público pueda verlos. A pesar de que muchos vecinos reclamaron una glorieta, en el Parque Colón nunca se construyó una, pero sí se celebraban retretas dos veces a la semana, de 8 a 10 de la noche y el repertorio de las piezas que se iban a tocar se anunciaba los jueves y domingos en el periódico El Eco. El director de la banda ensayaba con los músicos en el mismo parque durante la semana, lo cual servía de entretenimiento a la población. Era costumbre que los jueves tocara la banda municipal y los domingos la banda del ejército, que “salía de la Fortaleza Ozama en perfecta formación seguida por un pelotón de soldados, al son de una marcha marcial o pasodoble y seguía a lo largo de la calle Pellerano Alfau para luego torcer por la Isabel La católica, entrar al Parque Colón y detenerse frente a la estatua del Gran Almirante”.

Parque Colón.

En un principio la banda de música se colocaba “tan en medio de la plaza, que parece se midió escrupulosamente con la batuta la distancia”. Pero luego, al colocar la estatua del almirante Cristóbal Colón el 27 de febrero de 1887, obra del escultor francés Ernest-Charles-Dèmosthène Guilbert “la banda de música se colocaba en círculo alrededor de la estatua con sus respectivos atriles y partituras”, y en el centro el maestro con batuta en mano. A uno dos metros de distancia se colocaban los soldados con sus fusiles al hombro y bayoneta calada y entre ellos y la banda marchaba un cabo gastador armado de fusil con bayoneta.

La seguridad y el mantenimiento del parque tenía un alto costo para el municipio y rápidamente comenzó a descuidarse, pues dejaban que la yerba creciera muy alta debajo de los asientos.
Para ahorrar gas, el Cabildo dispuso que las lámparas se encendieran con baja luz, que se apagaran a una hora determinada de la noche y que no se encendieran durante las noches de luna llena, disposición que generó quejas y hasta una nota jocosa al decir que con la oscuridad que reinaba “hubo besamanos de hocicos contra los postes inanimados y animados”.

El 10 de septiembre de 1891 se expidió una resolución “considerando que la plaza principal de esta ciudad, conocida como Plaza de Armas, no era ya un lugar destinado a ejercicios ni evoluciones militares, sino que servía de plaza de recreo y en la cual la gratitud nacional había elevado un monumento conmemorativo en homenaje al inmortal descubridor de la América, resolvía darle el nombre de Plaza Colón”. A partir de la ocupación militar norteamericana se comenzó a llamar Parque Colón.

Dieciséis años después, el 5 de enero de 1896, bajo la canción “Viva el progreso” compuesta y tocada por José Reyes en la Plaza Colón, desapareció la iluminación a gas y “quedó inaugurado a orillas del río Ozama el primer generador eléctrico que proporcionaría electricidad a parte de Santo Domingo” incluyendo la plaza.

Hoy, cuando es indiscutible que la existencia de áreas verdes en la ciudad beneficia a la sociedad, sería interesante pensar en colocar de nuevo algunas lámparas de gas en el parque como atractivo y devolverle la música con todo su esplendor al espacio público, pues estos elementos también son parte de nuestra historia, aunque han sido ignorados.
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Este artículo forma parte de las investigaciones realizas en el proyecto “Connected Worlds: The Caribbean, Origin of Modern World”, dirigido por Consuelo Naranjo Orovio desde el Instituto de Historia-CSIC, España y financiado por la Unión Europea, Horizonte 2020, código Nº 823846.

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